Bien dice el refranero popular, no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar.
El diablo sabe esperar, pero, finalmente, emergió de sus tinieblas. Ya había esputado sus escupitajos antes pero por necios y soberbios, poca importancia le dimos. El domingo 6 de agosto, en Venezuela, amanecimos con un cuartelazo, mientras la oposición se debatía entre ir y no ir a unas elecciones regionales. Un capitán del ejército dirigió un asalto al fuerte Paramacay en Valencia. Para Rocío San Miguel se trató de un pote de humo, un capote rojo para sortear a una bestia rejoneada. Para Sebastiana Barráez, no. Audios escandalizaban a través de las redes sociales – en especial WhatsApp – con declaraciones y pronunciamientos, y, desde luego, los análisis políticos de personajes anónimos, en su mayoría basados en mitos, en los deseos que no preñan. Lo único cierto, ahora que escribo esto, es que nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió.
El gobierno afirmaba al mediodía que la rebelión había sido sofocada mientras los vecinos seguían escuchando escaramuzas y los rumores alertaban de otras plazas militares alzadas. Al parecer, nada era cierto. O cuando menos, exagerado y adornado, la noticia se perdía en la fabulación. Sin embargo, salvo unos cuantos hombres presentados como autores del asalto, cuyo liderazgo resultaba dudoso, los cabecillas huyeron. En las redes, que aguantan todo como una hoja de papel en blanco, se decía que la “Operación David” había sido un éxito, que el objetivo era adueñarse del parque de armas del fuerte, y que en “las próximas horas” llevarían a cabo nuevas acciones. Ahora que escribo, solo han asaltado a unas monjitas en Carabobo y encontrado un auto que supuestamente tenía parte de las armas robadas. Nada firme, nada cierto, salvo la represión que recrudece.
Ignoro si se trata de la aventura de unos cuantos osados o si por el contrario, sí es el prólogo de una asonada por venir, mucho más grande y ciertamente, definitiva. No sé si es este, una evocación del alzamiento del 1° de enero de 1958. Algo sí es seguro, no obstante, el trabajo previo de las fuerzas políticas en los cuarteles militares entonces acercó a la oficialidad al movimiento democrático; en esta ocasión intuyo que podría ser al revés. Mientras la élite no comprende la magnitud de su propia crisis, la MUD y los demás sectores opositores tampoco ven la celada de un monstruo que crece como la Hidra mitológica: la precaria calidad de vida de la mayoría de los ciudadanos.
Se creyó, erróneamente, que esta crisis se planteaba entre una élite negada a ceder siquiera alguna cuota de poder y sectores opositores democráticos que en efecto, buscan resolverla mediante fórmulas democráticas. Ha surgido ahora un nuevo factor en una ecuación que ya era complicada. A mi juicio, quedó en evidencia la desesperación popular más que la fractura militar, y en un país de caudillos como lo es este, mejor escuchar y sobre todo, prestar atención a esa estridente alarma. La MUD y los sectores opositores en general están obligados a plantearse escenarios desagradables, porque el diablo ya deambula por las calles.
Lo ocurrido no es para tomárselo a la ligera. Si bien puede tratarse de una aventura con escasas posibilidades de éxito, lo cual ignoro; no debe verse con desdén los aplausos que un sector de la población pueda ofrendar – y seguramente lo va a hacer – a una salida de este tipo, aunque se esté en desacuerdo. Creo que llegó la hora de hablar con seriedad de un tema espinoso, como lo es la activación efectiva del derecho a desconocer al gobierno. La retórica electoral no tiene cabida en un escenario que escala hacia altitudes riesgosas. No hay lugar para discursos engañosos o la otra cara de esta moneda: verdades a medias.
El liderazgo debe interpretar adecuadamente el mensaje implícito en los wishfull thinkings que hubo con respecto al asalto al cuartel Paramacay. A mi juicio, las lecturas no deben ceñirse a las acciones de un grupo que, en efecto, puede tratarse tan solo de radicales u osados aventureros. Hay un descontento creciente, una población enfurecida y, antes de lo imaginado por algunos dirigentes (aun de buena fe), esa bestia – una ciudadanía harta y arrebatada – puede reventar el redil y arremeter contra todos. Antes de que el pueblo llame al diablo, y sobre todo, antes de que este llegue; mejor allanar otras fórmulas, porque hay una verdad inobjetable: la gente se cansó, la gente desea el cambio ya.