Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Laura Restrepo en el imaginario colombiano (Parte II)

Laura Restrepo en el imaginario colombiano (Parte I)


La fragilidad y provisionalidad de las estructuras jurídico-sociales para garantizar la libertad de nuestros pueblos es llevada a la irrisión en Olor a rosas invisibles (2002), donde los protagonistas planearán sobre las miserias de la mayoría, al pertenecer a la clase privilegiada. Con esta novela Restrepo retoma los ejes de los vínculos afectivos, mediante el reencuentro entre Luis y Eloísa cuarenta años después de conocerse en un viaje por el Nilo. Aquí, la visión de la realidad hispanoamericana abraza con el camp lo sublime de una memoria compartida, entre un colombiano y una chilena citándose, como en An Affair to Remember (1957) de Leo McCarey, para un día y hora determinados; pero ya no en el observatorio del Empire State Building sino de manera más trivial, pero no por ello menos ansiada por muchos latinoamericanos, en el gate 27, sección G del aeropuerto internacional de Miami.

Estructurado como un relato largo, el texto de Restrepo sostiene el deje irónico sobre el comportamiento de estos dos suramericanos, disfrutando de su rendez-vous “con la reposada indiferencia de quienes ya tienen todo el dinero que necesitan y no se preocupan por hacer más” (56). Estos caracteres engrosan así, la exclusiva lista de las clases favorecidas del continente, viviendo por lo general con las estructuras jurídico-sociales de su lado, y de espaldas a los conflictos de la menos afortunada mayoría.

Con sutileza e ingenio, la autora satiriza las inquietudes de Luis, quien no se siente a priori con la energía varonil de sus años mozos para satisfacer a Eloísa, sin percatarse de que ella no espera nada extraordinario de su antigua flama, más allá de compartir unos tranquilos días jugando al golf, y haciendo un poco de shopping para sus respectivas medias naranjas, hijos y nietos.

La trama le permite nuevamente a la escritora diseccionar los conflictos masculinos y transferirle a la mujer el control sobre situaciones deslastradas de la gravedad presente en obras anteriores, aun cuando no por ello menos apremiantes en quienes, tal cual le ocurre al protagonista, buscan mitigar con los recursos puestos a su alcance, “el manojo de terrores que trae consigo la desangelada tarea de volverse viejo” (58). Esto, no obstante, sin arriesgar la confortable rutina de sus días y la placidez de lo conocido, representado por Solita, la compañera de viaje del largo día hacia la noche, que conllevan muchas décadas de rutinas habidas en comunión.

Eloísa llegará hasta Luis rodeada por el aura de la fantasía. “Exposición sutil de un desdoblamiento” donde, pese a la sublimación de la carne, es ella quien agilizará el discurso de los amantes, proponiendo y organizando el encuentro, planeando actividades, y escogiendo incluso el regalo que Luis le llevará a la esposa. Esta acción, reitera el control femenino e hila una, también sutil, complicidad entre Eloísa y Solita, pues será la primera vez que su marido le traiga un regalo con el cual poder identificarse plenamente.

Esta hermandad de lo femenino se crece en Demasiados héroes (2009), mediante los contactos de Lorenza con amigas, compañeras de partido, hermanas y amadas que constituyen la vida de Ramón, su examante y padre de Mateo, el hijo con quien regresa a Buenos Aires a buscarlo, tras años de exilio en Bogotá. La vuelta a la ciudad del miedo y la sospecha, en los años del proceso militar, le servirá a Lorenza para cerrar un capítulo de su existencia, que había permanecido dolorosamente abierto desde la ida de Ramón. Esto le permitirá igualmente a Mateo madurar, mediante sus particulares exploraciones por una ciudad, tan ajena a él, como lo es la guerrilla contemporánea de su patria adoptiva y la lucha contra la dictadura argentina de sus mayores.

Al contrastar las miradas de jóvenes y adultos sobre los años duros de Videla, Laura Restrepo extrapola las consecuencias sociales de vivir en guerra afines a su biografía, sin desvirtuarlas, pues también ella conoció íntimamente la situación de aquel país: “En Córdoba nació mi hijo, Pedro, de padre argentino. En Buenos Aires ya se vivía una situación más fácil en la medida en que la criminalidad de la dictadura no era tan evidente, pero en Córdoba seguía siendo muy duro (…). Me fui de aquí cuando el niño tenía dos años y medio. En muy buena medida porque aquel miedo que nunca sentíamos antes del niño, empezamos a sentirlo. Era una pesadilla (…). Así que nos fuimos para Colombia, ya en ese tiempo el Partido se estaba desmoronando, coincidiendo con una época en que todos los partidos de izquierda se vinieron muy abajo, con la crisis también desde todo ese mundo que aspiraba al socialismo”, aclara la autora.

El texto recupera así experiencias de primera mano, ficcionalizándolas desde el yo para que del cuerpo personal emerja, literalmente, el del texto en la voz de Mateo. Lorenza le contará a él su historia, pues contársela al hijo es la mejor manera de exorcizarla, por ser el joven quien, con el gesto de evocar, decidirá cuáles son los recuerdos que realmente cuentan para ambos:   

“Recuerdo que le tenía odio a tu secador de pelo y te lo escondía, porque cada vez que te secabas el pelo quería decir que ibas a salir de noche. Pero al otro día te encontraba ahí apenas me despertaba. En cambio Ramón al principio no me hizo falta, a lo mejor durante años ni siquiera me di cuenta de que no estaba, hasta que un día me di cuenta de toda la falta que me había hecho sin que me diera cuenta” (106).

Recobrar el lugar de la ausencia, partiendo de ese yo escindido, tiene aquí serias consecuencias, pues lo que se cuenta trasciende la pequeña historia, para imbricarse con lo grotesco que el terror supuso en quienes sobrevivieron a las torturas y desapariciones, aun cuando debieron soportar los despliegues del kitsch contenido en desfiles, discursos y emblemas propios de la dictadura. Incluso desde los esbirros puestos a interrogar y someter, como el que busca sonsacar a Lorenza, acribillándola  a preguntas, mientras le restriega en la cara la campera en que lleva prendida una medallita de la Virgen de Luján, con su “manto y corona, [que] echaba rayos y pisaba una media luna”.

Al superponer lo grotesco del escrutinio donde la protagonista se juega la vida, con lo sublime del kitsch básico, contenido en el amuleto del torturador, la autora borra cualquier posible equívoco, en cuanto a lo letal del momento histórico, para quienes combatieron desde la clandestinidad a fin de construir un país más libre. Un país, paradójicamente poco apreciado por la generación de sus hijos, estancados en la queja o, como le ocurre a Mateo, alienados al punto de trivializar la gravedad de los hechos pasados. “Me gustaría estar en una célula subversiva con Sonrisa, Rumba y Merengada”, puntea por ejemplo el muchacho, desplazando hacia lo camp el motivo de los nombres en clave de las camaradas de partido de su madre.

Pero si “escuchar dramas de los tiempos idos de la militancia” aburre a Mateo, contrariamente, a Lorenza le permite verbalizar la oquedad histórica, que el yo había hasta entonces resistido a llenar con su lenguaje, hasta poner en el lugar correspondiente las incidencias de entonces, donde aún una violación podía ser un “alivio” para la víctima, temerosa de ser desaparecida o culpable del asesinato de los compañeros de lucha. Por eso, en tanto más interroga y averigua, más hondo es el testimonio de la protagonista, y mayor su alcance en las existencias del hijo y el padre quien, aprovechando el desplazamiento de Mateo hasta Bariloche a esquiar, acabará completando los blancos en la biografía de este.

Redondear la historia particular mientras revuelve la Historia es, pues, el fin último de la novela, teniendo como colofón la permanencia de Mateo en Argentina con Ramón, mientras Lorenza regresa sola a Bogotá, pero no sin antes haber clausurado para sí lo tormentoso de un tiempo demasiado turbulento en su recorrido y en el del país de origen. Un tiempo hoy desvirtuado, cual ocurre con el resto de Hispanoamérica, dada la escasez de héroes y la profusión de oportunistas de todas las tendencias políticas, ávidos por explotar la candidez de la gente y engullir a los países, cual si se tratara de un enorme pastel.

“Toda historia es como un gran pastel, cada quien da cuenta de la tajada que se come y el único que da cuenta de todo es el pastelero”, reconoce el Midas McAlister, uno de los convidados al festín de la rebatiña nacional. Tal maniobra de repostería tiene en Delirio (2004), un lugar privilegiado desde las revelaciones de quienes juegan al polo, frecuentan el spa, viajan de vacaciones a París y, en definitiva, controlan los mecanismos propios de la clase dominante que, desde la infancia, aprende a “despreciar a los profesores por ser de menor rango social, y en una escala más amplia, a derrochar desprecio como arma suprema de control” (200).

Este clasismo, característico del mundo hispano, también oculta un “racismo benigno” que trata a las razas, distintas a la blanca, con una condescendencia puesta a simular el rechazo hacia quienes trabajan para ellos pero no comen del pastel, y deben contentarse con los mendrugos arrojados discrecionalmente por quienes detentan el poder. Si bien, cuando el populismo o los absolutismos de izquierda se hacen con el control, perpetúan idénticos comportamientos pues, en el fondo, a los revolucionarios no les interesa ponerse el uniforme Mao sino vestirse de Prada. Ello espejea, no obstante, la conducta de los mismos grupos oprimidos, buscando blanquearse mediante matrimonios racialmente ventajosos, siguiendo el modelo teutónico característico en las reinas de belleza, y la obliteración de las tradiciones autóctonas en aras de un estatus considerado ilusoriamente como superior. 

Restrepo, ideológicamente alineada con los movimientos subversivos del establishment burgués, se revela en el personaje de Agustina, cuya rebeldía coincide con la pose propia de las mujeres de su milieu, quienes se casan con alguien socialmente inferior para conjurar los destellos de una culpabilidad, producto de la concientización de clase, queriendo con ello sacudir los prejuicios familiares que, sin embargo, se mantendrán inamovibles. 

“¿Acaso crees que tu familia aprecia a un hombre como tu marido, el bueno de Aguilar, que lo ha dejado todo, incluyendo su carrera, para andar lidiándote la chifladura? Pero si tu familia ni siquiera registra a Aguilar, mi reina Agustina, decir que tu madre lo odia es hacerle a él un favor, porque la verdad es que tu madre ni lo ve siquiera, y a la hora de la verdad tampoco lo ves tú, no hay nada que hacer, así se sacrifique y se santifique por ti, Aguilar será siempre invisible porque le falta ropón (155). Estas palabras del Midas desplazan hasta lo irrisorio los dogmas de clase, inculcados desde la cuna, que constituyen un arte del artificio para quienes, seguros de pertenecer, simulan no reparar en los grupos excluidos, aún dentro del propio entorno, valiéndose para ello de la misma estrategia utilizada con sirvientes, choferes, costureras, jardineros puestos a motorizar la cotidianeidad de las casas sin que lo parezca.

Simultáneamente, el ademán de copiar la cultura dominante por parte de los grupos considerados como socialmente inferiores, ahonda en la simulación, kitschifizando el kitsch mismo, con lo cual aquellos dogmas se vuelven doblemente kitsch, ganando en el proceso prestigio a los ojos de los desclasados. Una maniobra, dable de validar a quienes conforman la cúpula social; de ahí que sean ellos mismos quienes fomenten el plagio, celebrando la representación de sus “inferiores”, siempre y cuando dicha actuación no atente contra el absolutismo de sus designios. De lo contrario, irá “creciendo el número de seres dañinos contra los que debemos protegernos, los leprosos de Agua de Dios, los francotiradores del Nueve de Abril, los estudiantes con la cabeza rota y llena de sangre, y sobre todo la chusma guerrillera” (135).

Para alejar tales peligros, los considerados a sí mismos como “sublimes” buscan mantener las cosas del modo que han sido siempre, “como si no hubiera pasado el tiempo. Como si no hubiera ocurrido nada” y poder así salvaguardarse de los “grotescos” quienes, a sus ojos, son una plaga que lo invade todo y arrasa con las prerrogativas largamente mantenidas, cual si estas se trataran de un derecho divino. Pero, quiéralo o no, “a todo cochino le llega su sábado”, según nos indica el refranero popular; de ahí que la autora se regodee en la desintegración de la familia de Agustina, dejándola a ella aferrada a su amuleto, la Mano que Toca, mientras espera por quien venga y la salve de tanta pesadumbre.

Pero la salvación no vendrá de arriba ni de afuera. Habrá que buscarla, con mucho trabajo y esfuerzo, en el propio país, a fin de poder asentar las bases de una sociedad más justa, inclusiva y abierta, donde los latinoamericanos logremos expresarnos libremente y podamos caminar las calles sin miedo una vez más.

Hey you,
¿nos brindas un café?