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Alejandro Varderi

Las “Voces al atardecer” de Francisco Rivera

Voces al atardecer (1990), la única novela publicada por el catedrático, traductor y crítico venezolano Francisco Rivera (1933-2020), nos devuelve a la Caracas de los años setenta y ochenta, cuando la capital vivió una de las épocas más intensas a nivel social, económico y cultural de toda su Historia. Utilizando el diálogo, la narración, el monólogo y la carta el autor desentraña las pequeñas historias de pintores, escritores, profesores y sus admiradores. Historias que fluctúan por todas las posibilidades del deseo —ya sea este heterosexual, bisexual, homosexual o transexual— en ambientes cultivados, donde abundan las referencias al arte y la literatura universales, con personajes que se mueven sin obstáculos entre la periferia y los centros.

Con humor e ironía, Rivera pasa revista a ciertos integrantes de la generación que se deslizó sobre la cresta de la ola los años más fértiles de la prosperidad petrolera, pero entraron en una espiral autodestructiva puesta a arruinar su creatividad, o lograron sobrevivir al exceso para recuperar con sus voces el atardecer de las que quedaron silenciadas.

A partir de la muerte de Aurelio, pintor y bon vivant, como consecuencia de sus excesos, Pedro Salazar, escritor y amigo de este desde la infancia, va reconstruyendo su existencia, que es también la de Mauricio, Mariana, Bela, Margarita, Arturo y Frederick. Ello, mediante una polifonía de rumores, opiniones, confesiones y observaciones, cuya reiteración se hace por momentos claustrofóbica, si bien su capacidad de aislarlos de las realidades de un país donde se sienten ajenos los libera y los salva. Ya lo dijo Elemire Zolla: “La redundancia es la llave que los encierra y lo que eventualmente podría liberarlos”. De ahí que el autor utilice este recurso para trasponer, mediante esa insistencia, las directrices de las sexualidades que sus protagonistas actúan: “Sí Frederick tiene toda la razón del mundo, tengo una barbilla desdibujada, muy poco prominente o, como tú dices en la novela, a receding chin. ¿Cómo yo digo? (…). Como Antínoo los muslos, como Antínoo, el esclavo de Adriano, como mi esclavo, como Juanito… ¿Venezolano, yo? Son of a bitch. Venezolana será tu madre, Frederick, you motherfucking cocksucker. ¡Jesús, niño, no digas esas cosas!”

Múltiples sexualidades entonces que, parafraseando a Michel Foucault, permiten a quien las ejerce dominar al otro, pues “todas forman el correlato de procedimientos precisos de poder”. Y ninguno de los personajes utiliza tan efectivamente ese poder como Bela, el joven diletante en cuya androginia reside la facultad de atraer a todas las voces que lo nombran y con cuya actitud dejará muy clara la dirección de su deseo: “No hacía nada, sino soñar con la operación, con el día en que sería mujer. Cuando esto sucediera, esta rectificación del tremendo error, volvería a pintar y mejor que antes. Volvería a pintar mejor que Aurelio, que no es ni hombre ni mujer, sino un marico, uno de tantos maricones que pretenden que un hombre macho, como era yo, por error, porque hubo inicialmente un error, se acueste con ellos. ¡Que un hombre macho se acueste con un maricón! ¡Esa vaina no es conmigo! Mientras yo sea hombre jamás me acostaré con ninguno de ellos. Ni con Aurelio, ni con el marico de Arturo (…). Ahora, cuando yo sea mujer, después de la operación, ya veremos. Aunque tengo mis dudas…”

Y es con este personaje que Francisco Rivera introduce en la literatura venezolana el tema, hasta ese momento inexistente, de la transexualidad y sus distinciones con respecto a la atracción homoerótica. Lo que Roberto Echavarren ha calificado como “el devenir mutante, siempre en fuga, un pasaje entre distinciones en el juego abierto de las diferencias, que la novela transmuta en una suerte de talismán dable de ser intercambiado por los demás caracteres, con la presteza del Micky de Isaac Chocrón en Pájaro de mar por tierra (1972). Si bien en la novela de este el protagonista no pretende cambiar de sexo aunque adolece de la misma falta de referentes, pues busca escapar del trópico caraqueño, no tanto para hacerse con una identidad, sino para deshacerse de ella.

El lugar ocupado por el yo de Bela es igualmente fraccionado a manos de los demás, mostrándonos Rivera escenas específicas de las vidas de quienes intentan explicar al artista explicándolo, exponerlo exponiéndose, ensalzando sus proezas en la cama para paliar sus propias inadecuaciones ante sí mismos y los restantes integrantes del petit comité. Al diseccionar el comportamiento de ese oscuro objeto del deseo, pretenden revalorizar el discurrir de vidas emocionalmente estériles, que los logros intelectuales no alcanzan a revalorizar dado el narcisismo puesto a mantenerlos ajenos a todo lo que no sea la satisfacción de sus particulares apetitos.

Comiendo, bebiendo, fumando y recordando en el exuberante trópico, los paisajes más sedados al norte del continente y Europa, los interlocutores contraponen el eterno binomio civilización-barbarie, aunque con una vuelta de tuerca: la discusión sin eufemismos de las sexualidades otras, al interior de una sociedad intransigente a la hora de validar públicamente todo aquello que escape a una supuesta normalidad aceptada por el grueso de esta. Una normalidad, lograda en la novela gracias a la invisibilidad de quienes se sienten resguardados por su estatus sociocultural. Ello se convierte entonces en una estrategia activa que para nada busca ocultar sino más bien revelar la red de simulaciones y apariencias del entorno; aunque los personajes no se rebelarán contra él sino fluirán con la corriente para proseguir con su labor de despedazarse mutuamente contando, eso sí, con el reconocimiento de su milieu, especialmente si su existencia orbita en los círculos artísticos siempre más abiertos y permisibles.

Pero llamarlo por su nombre abiertamente todavía se le hurta al colectivo LGBTI en el mundo hispano, donde la brecha entre los privilegiados y el resto sigue abriéndose inconteniblemente. Algo que el covid-19 ha hecho mucho más claro al cebarse con los grupos más golpeados por la pobreza y la exclusión. De hecho los procesos de separación entre quienes pertenecen y quienes no, que la revolución tecnológica venía activando desde principios del milenio, se han precipitado con la pandemia produciendo un alto grado de frustración y resentimiento, del cual las explosiones sociales constituyen el resultado más evidente y apremiante. La ausencia de un liderazgo capaz e inclusivo ha profundizado la crisis, creando una sensación de inestabilidad, temor, inseguridad e impotencia ante un futuro visto, en la tercera década del milenio, como un pozo negro donde pareciera precipitarse todo.

Ante esta situación, es posible que colectivos tan vulnerables como el LGBTI queden altamente expuestos, dada la creciente pérdida de privacidad y el mayor control de las instituciones del Estado sobre la ciudadanía. Un control que seguirá acelerándose, en tanto los gigantes tecnológicos sigan apoderándose de los canales de comunicación en abierta complicidad con los gobiernos, sean o no autoritarios, y continúen diseñando nuevos aparatos para manipular la voluntad de la gente. Esto afectará profundamente a los grupos más marginados, cuyo grito para obtener reivindicaciones está siendo asumido por el poder como una insurrección contra el estatus quo y consecuentemente debe ser suprimido, aunque los gobiernos eufemísticamente sostengan lo contrario.

Dentro de la novela, la hipocresía del colectivo tendrá en personajes más frágiles como Arturo una fuerza mayor puesta a llevarlo a la huida social y la caída en una profunda depresión, lanzándolo a un insondable abismo y a la completa aniquilación. Su muerte llevará a los demás oficiantes a aterrizar forzosamente en las contradictorias realidades que vive el país visto siempre con cierto desdén, cual si sintieran que no los merece. Una conducta dable de reflejar el sentir de algunos intelectuales venezolanos formados en el exterior durante la época de las cincuenta vacas gordas, que la novela del mismo Chocrón tan sagazmente expuso en su momento; los cuales decidieron volver e incorporarse activamente a la vida cultural, pero que se replegaron en un exilio interno, muchas veces vivido precariamente, cuando Venezuela entró en la catastrófica espiral arrasando con lo mejor de ellos.

Voces al atardecer de cierta manera predice tal realidad que también se ensañó con su artífice, cuya lúcida voz quedó silenciada mucho antes de su desaparición física, para tragedia de las letras y las existencias de quienes con él compartieron el esplendor de una tierra hoy enlutada y cautiva. Con todo, las luchas por la legitimización y el respeto a los derechos de las sexualidades otras se auguran, tanto en la nación donde Francisco Rivera desarrolló su obra como en el resto del mundo hispánico, mucho más encarnizadas y extendidas, a la par que complejas, dentro de este nuevo orden mundial volátil, impredecible y en metamorfosis constante donde nos hallamos sumergidos.

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