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Cesar Chelala

Las Torres Gemelas siguen cayendo

A veinte años del acontecimiento que estremeció al planeta

La mutilación del paisaje

El 11 de septiembre de 2001, marcó un antes y un después en la historia contemporánea. El atentado terrorista más espectacular que se tenga memoria pegó en el corazón político, militar y financiero de la mayor potencia mundial y puso en jaque su invulnerabilidad y su soberbia.

Ese día había amanecido apacible. El preludio otoñal acercaba el aroma de las hojas de los árboles que comenzaban a secarse; y la bruma, que habitualmente llega desde el río Hudson al corazón de Manhattan, se disipaba con premura ante el ascenso del sol por sobre el horizonte de la bahía, al amparo de un cielo intensamente celeste, increíblemente celeste. Como de costumbre, con mi esposa nos despertamos alrededor de las 7 de la mañana y luego de desayunar, ella partió a su trabajo en Long Island, distante 45 minutos desde casa. Como yo tenía agendado un almuerzo de trabajo en la sede de las Naciones Unidas, me quedé escuchando radio en mi departamento. Mientras ordenaba papeles y me alistaba para asistir a esa reunión el primer avión –luego lo supe– se estrellaba en la Torre Norte del World Trade Center para dar inicio a un verdadero infierno. Pero no por la radio fue que me enteré, sino por los gritos desencajados que llegaban desde la calle e inundaban mi loft. Corrí escaleras abajo y cuando pisé la vereda, atónito observé como la gente había ganado las calles y corría desesperada en direcciones opuestas, al tiempo que lanzaba alaridos desgarradores. Era tal el descontrol y la confusión que yo no entendía nada. Un negro de mediana edad y cara desencajada me señalaba con su dedo índice un incierto lugar en las alturas. Atiné a levantar la vista hacia el sur en el preciso instante en que la segunda torre comenzaba a desmoronarse como si fuera un castillo de arena. Eran exactamente las 9.59 de la mañana. Lo que prometía ser un día hermoso y pacífico se había convertido en una pesadilla. Las torres, heridas de muerte, parecían dos gigantescos monstruos grises que con sus inmensas fauces abiertas iban tragando el celeste inmaculado del cielo; y, junto con ello, al orgullo y la invulnerabilidad de los estadounidenses.

El reencuentro con mi esposa

Luego de pasado el pasmo inicial y de enterarme por los vecinos lo que en verdad estaba sucediendo, me acordé de que mi esposa Silvia Inés debía pasar a pocas cuadras del lugar del atentado para dirigirse a su trabajo. Aterrado, subí presuroso e intenté en vano comunicarme con ella. Comencé a llamar a amigos para pedirles ayuda. Una amiga me sugirió que llamara a mi colega y amigo tucumano, el doctor Juan Rivolta, que vive en Queens, muy cerca de la Universidad en que trabajaba mi esposa. Juan pudo comunicarse con ella y me tranquilizó. Saber que ella se encontraba a salvo me hizo sentir un inmenso deseo de gritar de alivio. Luego de respirar profundo y todavía bajo un estado de shock, me dirigí a una plaza cercana y me senté en uno de los bancos a mirar cómo la gente corría desbordada hacia el lugar de los hechos.

De la desolación a la obstinación de mi memoria por las historias mínimas

Con el correr de las horas y los días me fui enterando con más detalle de lo que había, en verdad, acontecido. Con avidez y desconsuelo escuché historias escalofriantes y vi, varias veces, las imágenes de aquellos que se arrojaron voluntariamente a una muerte segura antes de quedar atrapados en un infierno de destrucción y fuego dentro de sus oficinas. Para tener una idea de la magnitud de esa decisión extrema, se calcula que un 7 por ciento de las personas que perdieron la vida ese día, lo hicieron saltando al vacío. Richard Drew, quien fotografió una de las imágenes icónicas de aquel día trágico –“Hombre cayendo” (Falling Man), donde se ve la solitaria caída de un hombre al vacío con una de las torres como telón de fondo–, dijo recientemente que para él esa era la imagen del soldado desconocido. Esa foto aún hoy en día, a veinte años del atentado regresa cada tanto a mi mente, como pesadilla inevitable; son los caprichos de la memoria que obedece leyes que no manejamos, y la mía no es la excepción.

Por eso, hay historias que parecen no querer abandonarme y que, por lo dramático o aterrador, a modo de exorcismo, las comparto las veces que puedo.  Tal es el caso de uno de los miembros del departamento de bomberos de Nueva York, un joven argentino de 34 años llamado Sergio Villanueva. Ese día, casi una hora antes del atentado había terminado su turno de trabajo y como tantos otros días, se había quedado a desayunar con sus compañeros. Fue ahí cuando se enteró de la emergencia y, sin dudar ni un segundo, se unió a la brigada que partió hacia el World Trade Center para las tareas de rescate. Ni él, ni sus compañeros, jamás regresaron. O aquellas historias desgarradoras de personas que quedaron atrapadas en las torres y que me tocaron tan de cerca. Como el hijo de un amigo muy querido, que tuvo el tiempo justo para llamar a su hermano y decirle: «Por favor dile a papá y mamá que los quiero mucho, como también te quiero a ti», antes de que se cortara la línea.

La población alienada

El estado de shock en que se sumió la población estadounidense provocado por los atentados del 11-S, probablemente no registra antecedentes por la magnitud que alcanzó tanto en lo emocional como en lo temporal. Si uno busca en la historia (por lo menos en épocas recientes), el único evento que quizás tenga algún punto de comparación es el ataque japonés a Pearl Harbor. Por eso, por la magnitud del trauma, en los largos e insufribles meses posteriores, al percibirse el menor ruido de los pocos aviones autorizados que surcaban el aire de la bahía era suficiente para provocar los más oscuros temores entre los habitantes de Nueva York.

Por mi parte, creo que el estado de shock me duró, por lo menos, tres meses. Durante ese tiempo, me sentí conmocionado, desprotegido, con una sensación de vulnerabilidad que no había experimentado nunca. No había forma de alejar de mi mente las imágenes y pensamientos que tenían que ver con el 11-S. Más aún, lo tenía presente de modo permanente porque al respirar inhalaba un olor punzante de lo quemado, parte del cual provenía, ciertamente, de los cuerpos incinerados de las miles de personas que allí habían perecido.

A modo de epílogo: interpretaciones y una lección

La reacción del entonces presidente George W. Bush pocas horas más tarde de los ataques fue de una vanidad extrema: “Estados Unidos fue blanco de un ataque porque somos el faro de libertad y la oportunidad más brillante en el mundo. Y nadie impedirá que esa luz siga brillando”. Esta es la particular concepción de un sector importante de la comunidad estadounidense que siente que su nación es el ápice del mundo.

Sin embargo no todos opinan lo mismo. El columnista norteamericano Ted Rall escribió en su momento: “Los ataques dieron a Estados Unidos una oportunidad única para restablecer su reputación internacional. Incluso los países conocidos por su antiamericanismo ofrecieron su apoyo. ‘Todos somos americanos’, tituló su edición del 12 de septiembre del 2001 el diario francés Le Monde.”

En el libro Morir para ganar: la lógica estratégica del terrorismo suicida (2005), Robert Pape, un profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Chicago, contradice muchas creencias sobre los actos terroristas. Basándose en un análisis de todos los casos conocidos de terrorismo sucedidos desde 1980 hasta 2003 concluye que hay «poca conexión entre el terrorismo suicida y el fundamentalismo islámico, o cualquiera de las religiones del mundo. Por el contrario, lo que casi todos los ataques terroristas suicidas tienen en común es una meta específica secular y estratégica: forzar a las democracias modernas a retirar las fuerzas militares del territorio que los terroristas consideran su patria».

Todo lo dicho sirve para seguir reflexionando en un mundo cada vez más problemático e inseguro. El terrorismo lejos de declinar nos muestra sus garras cada tanto. Solo basta con mirar Afganistán para entender lo que decimos. Más todavía, ver cómo el Isis sigue proyectando su oscura sobra sobre el mundo árabe. ¿Podemos eliminar el terrorismo? Veinte años después del ataque a las torres del World Trade Center, una de las lecciones que debemos extraer de esa tragedia es que la violencia engendra la violencia y la intolerancia genera intolerancia. A menos que haya un nuevo enfoque para prevenir actos terroristas, continuaremos viviendo bajo su amenaza. La confrontación no puede ser nunca la respuesta. Si bien sea fácil crear enemigos, es mucho más difícil entender al «otro». Este, creo, es el enfoque necesario si deseamos eliminar las guerras y los actos terroristas y, de ese modo, honrar el anhelo de paz y seguridad para todos los pueblos del mundo. Mientras eso no ocurra, las Torres Gemelas se seguirán desplomando.

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