En su hora agonal, que replica al calco la hora corriente de Venezuela, el Padre Libertador – paradigma del primer mito nacional que luego exacerban los plumarios al servicio de las autocracias y que ocupan el tiempo mayor de nuestra vida republicana, el del César democrático – le escribe a su tío Esteban Palacios concluida su proeza revolucionaria.
«Usted se preguntará, tío, ¿dónde están mis padres?, ¿dónde mis hermanos?, ¿dónde mis sobrinos? Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas, y los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos, después de haberlos regado con su sangre… Los campos regados por el sudor de trescientos años han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y de los crímenes. ¿Dónde está Caracas? ¡Caracas no existe!».
El otro mito venezolano predica la república como botín, y se combina con el primer mito señalado, sea para la solución de las ambiciones que estimula aquél como para ordenar su fatalidad. Surge, así, la inevitabilidad del caudillo, del autócrata con arrestos de heroicidad, morigerado bajo la figura del “hombre necesario”, del “padre bueno y fuerte”. Y esto último es lo peor, pues el padre providencial o quienes lo emulan portando uniformes militares o vestidos de paisano, usan sangre como tinta para sus crónicas y disponen la violencia para consagrarlas como dogma de fe política.
Ese molde histórico explica la repetida violación del cuerpo de la patria a manos de sus poseedores de turno y tiene una fuente – debo decirlo con temor, sin herir sentimientos que entre nosotros son legítimos y arraigados: Simón Bolívar.
“Pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos”, nos considera, antes de agregar: “Nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano”. Esas son sus palabras. Las vierte desde Cartagena en 1812.
Y cuando le escribe al ministro de hacienda de la Gran Colombia, en 1821, a través de su secretario Pedro Briceño Méndez, le cuenta que: «Cuando el señor General Páez ocupó a Apure en 1816, viéndose aislado en medio de un país enemigo, sin apoyo ni esperanza de tenerlo por ninguna parte, y sin poder contar siquiera con la opinión general del territorio en que obraba, se vio obligado a ofrecer a sus tropas, que todas las propiedades que perteneciesen al Gobierno… se distribuirían entre ellos liberalmente».
Se entiende así, no de otra manera, que, observando la Caracas de 1825, Sir Robert Ker Porter, Cónsul de su Majestad Británica, advierta que “los celos, el egoísmo y la rapacidad pecuniaria (según me dicen todos) son los motivos principales de la conducta de casi todos los empleados al servicio del ejecutivo de este país”.
En mi reciente libro Génesis del pensamiento constitucional de Venezuela, recuerdo, copiando a Don Pedro Grases, que en el período correspondiente a las últimas décadas del siglo XVIII el suelo patrio ve nacer a personajes de talla de Francisco de Miranda, Andrés Bello, Simón Rodríguez, Juan Germán Roscio, José Luis Ramos, Cristóbal Mendoza, Francisco Javier Ustáriz, Vicente Tejera, Felipe Fermín Paul, Francisco Espejo, Fernando Peñalver, Manuel Palacio Fajardo, José Rafael Revenga, Pedro Gual, el Padre Fernando Vicente Maya, Miguel José Sanz, Mariano de Talavera, Manuel García de Sena, Carlos Soublette, y también Bolívar, pero entre otros tantos.
Lo cierto es, que sin ese soporte de luces no se explicarían los hechos de nuestro parto republicano entre 1810 y 1812, y asimismo a partir de 1830. Sensiblemente, perdieron la vida en la guerra fratricida por nuestra libertad la mayoría de esa generación de hombres ilustrados – doctores egresados de la Universidad Real y Pontificia de Santa Rosa de Lima y Tomás de Aquino, la presente Universidad Central de Venezuela.
Mas el problema reside en que, al aprobarse nuestra última Constitución, se nos prohíbe a los venezolanos separarnos de la mitología comentada. El artículo 3 de ese texto le entrega al Estado el derecho de forjar nuestras personalidades, como hombres y ciudadanos. Y el artículo 1 crea el odre que nos impide cultivar el pensamiento de los otros Padres Fundadores, los civiles, sus ideas: Hemos de mirarnos, bajo pena de atentar contra el orden constitucional, sólo en el pensamiento y la doctrina de Bolívar.
¿Cómo rescatar nuestras raíces remotas y fundantes?, es la pregunta que cabe responder. Es la vía que puede devolvernos el alma originaria y oculta que nos da textura como una república de virtudes; la que abona la prudencia como guía del quehacer cotidiano para la más recta y mejor elección del camino del bienestar, del defender los “principios liberales y francos de representación” y alcanzar “la felicidad común”, como reza la Constitución de 1811, nuestra verdadera partida de nacimiento.