Así como Francois Vatel (París, 1631-Chantilly, 1671), el inventor de la crema chantilly, organizaba las fiestas del Rey Luis XIV en Versalles, con una obsesión compulsiva por la perfección especialmente en los arreglos florales que irían en la mesa de los invitados de su majestad, así también Becky Alazraki decoraba los floreros de los banquetes de las múltiples bodas que realizó su empresa de eventos, junto con su hijo Alejandro, a lo largo de 35 años. Así como Vatel, jamás se repetía en la decoración de sus mesas, procurando sorprender a los invitados con nuevas creaciones, asimismo era Becky, nunca repitió y mucho menos copió una propuesta por lo general «hecha a la medida» para sus clientes. Y así como Vatel era su crítico más implacable, en el caso de Becky era igualmente perfeccionista en su trabajo. Su meta era dar gusto a sus clientes; primero escuchaba cuáles eran sus deseos para después sugerirles un plan personalizado el cual iba desde la elección de la vajilla, manteles, sillas hasta la asesoría de los candelabros, floreros, vasos y velas.
Conocí a Becky Alazraki en un tren París-Saint Étienne durante el campeonato de futbol en 1998. Como enviada especial de Reforma, debía cubrir todos los partidos, en todos los estadios, a lo largo y ancho de Francia. El 25 de junio, jugaban México-Holanda en el estadio Geoffroy-Guichard. A pesar del partido tan importante, llegué tarde a la estación Gare de Lyon. De hecho, ya estaba en marcha cuando de pronto, alguien me tendió una mano para ayudarme a subir al vagón del ferrocarril. De un brinco, me subí como de rayo. No lo podía creer. ¿Quién era esa señora rubia, joven y bonita, cuyas coletas estaban adornadas con listones tricolores, que me había ayudado a no perder el tren? Era Becky Alazraki, yo no la conocía, pero ella a mí sí. Cinco minutos después, con el aliento entrecortado, estábamos disfrutando de un café y un delicioso croissant. La acompañaban Rafael, su marido, y sus dos hijos, Eduardo y Alejandro. Toda la familia llevaba la camiseta de la Selección Mexicana. De inmediato me contagié con su entusiasmo y su absoluta seguridad de que íbamos a triunfar contra los holandeses. Lo más llamativo de todo es que mis nuevos amigos eran grandes conocedores de futbol. Sabían todo: además de los equipos, conocían los nombres de los jugadores, en qué fechas, en qué estadios, y a qué hora jugarían. Los adoré, los adopté, estaba segura de que la Providencia me había enviado esos ángeles, expertos en un tema que hasta la fecha desconozco por completo.
Durante el partido México-Holanda, nunca había visto porristas más entregados como la familia Alazraki: gritaban, ondeaban la bandera, tocaban su corneta, su espantasuegras; cuando Luis Hernández metió el gol del empate contra Holanda, fue la locura: en la zona de gradas donde se encontraban los demás mexicanos, nos abrazábamos, brincábamos, llorábamos de alegría y echábamos porras. En el viaje de regreso, mientras el tren avanzaba hacia París, cantábamos Cielito Lindo, El Rey y el Himno Nacional. Éramos los patriotas más eufóricos del vagón.
Inútil decir que Becky y yo, con esta experiencia tan emotiva, nos hicimos grandes amigas. Nos reíamos, platicábamos de política, de cuando estudiaba historia en la facultad de Filosofía en la UNAM y de su padre que tanto adoraba. Se volvió mi confidente, cómplice y compañera durante las siguientes semanas que pasé en Francia: los papás con sus hijos, me invitaban a los mejores restaurantes, me explicaban todos los detalles y secretos del deporte más popular del mundo y me contaban anécdotas de Jorge Campos, de Cuauhtémoc Blanco (¡qué horror!), de Luis Hernández, de Zinedine Zidane y de Ronaldo, el jugador brasileño, más famoso del momento. Por mi parte, me convertí en su intérprete y en su guía culinaria. Durante las comidas juramos que íbamos a ir a todos los campeonatos de futbol donde participara México.
En esa época, Becky estaba muy ocupada, pero sobre todo entusiasmada con los preparativos de la boda de su hijo mayor. Escucharla platicar acerca de qué flores utilizaría para esa ocasión tan especial era un aprendizaje inolvidable para mí, me hablaba de los tulipanes franceses, de los holandeses, de las rosas, de las orquídeas dendrobium, etcétera, etcétera.
Desafortunadamente ya no nos encontramos en otro campeonato mundial, la vida y nuestras diferentes actividades nos fueron alejando poco a poco. No obstante, hablábamos por teléfono con alguna frecuencia y nos moríamos de la risa al recordar nuestro azaroso encuentro en el tren.
Quiero pensar que Becky, se encuentre donde se encuentre, platica con Francois Vatel sobre flores y sobre postres cubiertos con mucha crema chantilly.