Solemos creer que despedirnos es siempre una renuncia. Preferimos decir “hasta pronto”, en la promesa del reencuentro o, inclusive, llevados por el deseo de mantenernos ligados de una manera no necesariamente saludable. La naturaleza enseña a definir el momento de despegarnos: solo resta mirar cómo un fruto se desgaja cuando ya ha madurado; sin embargo, también corre el riesgo de ser devorado. En fin, quizá esa es la forma de mantener la armonía cíclica, y los humanos obedecemos a otros principios, al constituirnos como seres sociales.
Tal es la importancia cultural que tienen las despedidas, que representan la relevancia y la cordialidad con quienes se departe. Es más, una de las muestras de aborrecimiento que mayormente se habitúan es negarse a saludar y, por ende, a despedirse. Es casi como negar un vaso de agua y, si no se cumple con la meritoria cortesía, nos juzgan de maleducados. Recuerdo los arañazos de mi tía cuando yo no me despedía como Dios manda, más por distraído que por descortés.
La vida me ha enseñado a no imponer muchos embelecos al acto de despedirme, y no es por insensibilidad, pues siempre me quedo como una Magdalena. Nuestra condición mamífera nos invade de apegos que suelen impedir que caminemos con nuestros propios pasos. Todo es circular, un eterno retorno; por lo que una despedida también tiene el regalo de una bienvenida, y la más importante es aquella que damos a nosotros mismos.
Cuando de niño iba de vacaciones a El Peñol, recuerdo que, más allá de los juegos, dormir hasta tarde, la comida de la abuela, etc., había una turbiedad que me embargaba en cada despertar: saber que se acercaba la despedida y, cuando llegaba ese fatídico momento, un frío en el cuerpo me perseguía por semanas; mi retorno a Medellín representaba perderme de nuevo en la jungla. Desde el primer día de vacaciones empezaba el Cristo a padecer.
En este caso, el dolor por la despedida tiene el ingrediente más común y uno de los que más pesa: desprenderse del gozo y enfrentar el infortunio de regresar a la cotidianidad. Podría decirse que, si las vacaciones fueran en Medellín, la situación sería semejante; sin embargo, el espacio define muchas veces la simbología de despedirse. En mi caso, implicaba renunciar momentáneamente a mi escenario de sanidad para ir a uno investido de violencia.
Cuando a mi hermano mayor le daban licencia en la policía, pasaba algo parecido; no obstante, el mayor flagelo, en este caso, era por la perplejidad de si regresaría con vida. Mi madre aguantaba las lágrimas para no intensificar mi angustia; pero me consolaba la esperanza de verlo nuevamente entrar. Recuerdo una frase de Charles Dickens que leí por ahí: “El dolor de la separación no es nada comparado con la alegría de reunirse de nuevo”. De esta forma, comprendí que la despedida más angustiosa es la que está investida de incertidumbre; empero, también tiene el encanto de esperar el reencuentro, que, sin duda, funge como aliciente para que la espera sea humanamente tolerable.
La despedida más tortuosa es la del duelo. Entre los infortunados casos que puedo contar en mi vida, suscribo el de mi madre: me despedí de ella un miércoles a las 7:30, en un día que parecía no ser muy diferente a los otros, hasta que al mediodía recibí la noticia de su muerte. Son ya 10 años en que he hecho un invierno de preguntas y solo he hallado lenitivas respuestas a un mendrugo de gotas.
Su despedida representa un quiebre definitivo y que, a costo de mucho dolor, apenas empiezo a comprender, pues me he pasado infinidad de noches atando su presencia, invocándola en los momentos de más pútrida soledad; sin embargo, logré intuir que su adiós forja la necesidad de recordarla desde el amor de su huella, en vez de sufrirla desde el exacerbado apego.
De manera semejante, Paulita, a sus 18 años, dejó este mundo trágicamente. Días antes de su deceso, me llamó para intentar reconciliarnos tras una discusión fofa y torpe que tuvimos semanas antes y que, horrorosamente, enclavó en mí el flagelo del remordimiento y, como a mi madre, ha configurado un clamor de perdón hacia un silencio sin respuestas que hizo que la despedida fuera más larga. He interpretado que la culpa es la perpetuación más dolorosa del adiós.
En el 18, llevaba varios años sin ver a mi abuela, tras mi permanencia en Argentina y Ecuador. Hasta el último de sus días, guardó en su espejo un retrato de mi infancia y, cuando la llamaba, la promesa de volver a vernos se acompañaba de infinidad de oraciones a las ánimas del purgatorio que remembraban las veces cuando, de niño, parecía un karateca inundándome de bendiciones.
Mi familia me mencionó sobre su hospitalización y que, muy probablemente, le faltaban pocos días para su última marcha. Yo tuve una confrontación muy fuerte no solo por el dolor que me generaba la situación, sino por mi necesidad de ir a verla cuanto antes. Cuando la vi en el hospital, me gobernó una sensación insólita, pues, generalmente, no sabemos cuándo será la última vez que veremos con vida a un ser querido; sin embargo, el día previo a mi viaje de regreso a mis labores, sin ella saber que me iría, me preguntó si vendría al otro día, yo le dije que es probable, y la última frase fue: “siempre nos veremos, nos hablaremos en cada respiro”. Le di un beso en la frente. Días después dio su último hálito, y yo me quedé con el sensitivo placer de que la última vez que la viera fuera con la viveza de su abrazo.
Esta despedida tuvo ese ingrediente particular de no esperar reencuentros, de saber que no es necesario prometer la presencia para que se mantenga el goce de la remembranza, que no es necesaria la lágrima cuando sabemos que los nuestros habrán de irse por cualquier causa y no tienen por qué quedarse.
Como pondera el escritor austriaco Arthur Schnitzler: “Las despedidas siempre duelen, aun cuando haga tiempo que se ansíen”. En las rupturas sentimentales, es muy común atarse y prolongar los sufrimientos, sobre todo cuando se ha amado, cuando ha habido abnegación y momentos de fija remembranza. Por eso, es vital entender, por doloroso que resulte, que hay despedidas necesarias que simbolizan la retirada, máxime si se trata de dos personas que, por mucho que se amen, no logran sumarse ni compenetrarse.
Nos cuesta asumir que hay cosas que mueren; que amar también implica respetar los caminos del otro, aunque no sea en compañía nuestra; que, como dice Cerati “saber decir adiós es crecer”; que, muchas veces, es mejor quedarse con el sano recuerdo, en vez de perecer en el eterno desencanto. Nadie dice que estas despedidas son fáciles, pero hay que saber leerlas. A veces, incluso, representan un verdadero regalo. Eso sí, despedirse no necesariamente es sacar el acta de defunción del amor, pero sí el compromiso de llevarlo sin dolor.
Siempre queda algo del otro, además de momentos; queda un pedregal de retos propios que nos alientan a regresar, algo que bien retrata Neruda en su famoso poema 20: “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Aun así, ¿acaso es necesario siempre el olvido? Muchas veces, el olvido, por cruel que suponga aceptarlo, es una forma genuina de libertad.