IV. El japonés
Los barcos norteamericanos irrumpen en el horizonte. Es una flota liberada por Matthew Galbraith Perry. Es 1853. Su misión es obligar a Japón a abrir sus puertos al comercio internacional. Así concluyen siglos de aislamiento de la pequeña isla. Una dinastía restaurada, la Meiji, acepta lo nuevo. Sus aristócratas estudian inglés, se visten como occidentales, admiran al ejército prusiano. Quieren incluso imitar a las potencias coloniales. Y surge en la isla japonesa una corriente de opinión por la cual el cambio de un estado japonés medieval agrícola hacia uno moderno e industrializado depende del militarismo.
Lentamente, el poder militar nipón se autoconvence de que la nación es idéntica con el ejército, cuyo mesianismo se fortalece por sus victorias en la primera guerra contra China, en 1895, y el sorprendente y aplastante triunfo sobre el ejército ruso zarista, en 1905. El ejército con nueva tecnología militar, de origen occidental, permea de orgullo y honor al Japón. Eso creen quienes junto a las armas modernas blanden las espadas, para recordar su origen samurái, su bushido y su código de lealtad a sus señores o daimios.
El militarismo japonés muestra inevitables afinidades con los fascismos europeos: ultranacionalismo, desprecio por la democracia parlamentaria, por la burguesía, por lo civil desarmado. Pero su ejercicio del poder abreva en una religión o teología política: la autoridad máxima es el divino emperador Hirohito; supremo sacerdote de la religión oficial, el sintoísmo. Por imposición religiosa entonces, en el País del Sol Naciente, el Emperador es akitsumikami, la encarnación en la Tierra de un Dios; y arahitogami, descendiente de una divinidad, de la diosa solar Amaterasu.
Sin embargo, como muchos reyes europeos, Hirohito debe reinar, pero no gobernar. Para el militarismo japonés, el gobierno efectivo es el de los guerreros de la nación. Por eso, la constitución de varias sociedades secretas, como la Genyōsha (Sociedad del Océano Negro) de Tōyama Mitsuru, ideólogo del imperialismo japonés, y la Kokuryukai (la Sociedad del Dragón Negro), que, desde las sombras, conspiran para entronizar al ejército.
El Japón de entreguerras, el periodo Taisho, exuda democracia, poder civil, participa de la Sociedad de las Naciones y de su proyecto de orden pacífico internacional. Pero en 1930, la ansiedad militarista se aviva. Por un lado, el Tratado Naval de Londres propone disminuir la fuerza de guerra naval japonesa. La indignación obstruye el tratado, aviva el nacionalismo militar japonés. Y, en 1932, suboficiales y cadetes asesinan al primer ministro Inukai Tsuyoshi. Al mismo tiempo, un complot organizado por la organización ultranacionalista Liga de la Hermandad de la Sangre planea matar a trece hombres de negocios y políticos liberales. Solo matan a dos, pero esto suscribe la determinación de la derecha japonesa militarista de remover los obstáculos liberales. Se suceden entonces varios intentos sediciosos, alentados desde las sociedades secretas. Quieren la espada marcial a lado del emperador, por encima de él incluso.
Finalmente, para 1940, Hideki Tōjō, como Ministro de guerra, aprovecha el clima de guerra mundial, y luego el conflicto con Estados Unidos, para consolidarse en el poder; disuelve los últimos rescoldos de liberalismo, y monopoliza la educación para inculcar valores totalitarios. Así, el emperador es el dios en la tierra, pero Tōjō, el líder real del Imperio del Sol Naciente.
El crecimiento demográfico de la isla, su necesidad de petróleo, hierro y carbón para el desarrollo de una economía industrial y armada, acicatean los sueños de expansión territorial. Y el imperio de Japón asume su “responsabilidad” de liberar a los otros países asiáticos del colonialismo de Holanda, y fundamentalmente del Imperio Británico. Asia debe aceptar el liderazgo japonés impuesto por un destino divino.
El fundamento doctrinario de esta creencia panasiática es la Esfera de la Coprosperidad de la Gran Asia Oriental. Concepción que asoma después de la ocupación de Manchuria, y que es proclamada en junio de 1940 por Hachirō Arita, Ministro de Asuntos Exteriores de Japón. Los países asiáticos solo podrían prosperar mediante el paternalismo nipón. Al amparo de esta doctrina de dominio geopolítico japonés surge la India libre de Chandra Bose, y la Filipinas de Joseo Laurel. El reino de Tailandia adhiere sin estar ocupada.
Fuera del idealismo de la unidad y liberación de Asia, los militaristas japoneses persiguen la legitimación para su propia ocupación colonial, y la obtención de los recursos necesarios para su industria y ejército. La propaganda nipona habla de “Asia para los asiáticos”, de independencia de los países asiáticos, pero en la práctica implantan Estados títeres, como en Manchuria y China, mientras que Corea y Taiwan se integran al propio Japón.
En 1943, se reúne la Conferencia de la Gran Asia Oriental, en Tokio. Aquí Japón subraya su panasiatismo y su rol de “libertador”. Se pregona una “esencia espiritual” de Asia que se contrapone a la «civilización materialista» occidental. El Ministerio de Salud y Bienestar Social japonés redacta el documento secreto “Una Investigación de la Política Global con la Raza Yamato como Núcleo”. Aquí se postula la superioridad racial japonesa a partir de sus ancestros Yamato, de la que nunca se duda en el ámbito doméstico. Se recurre al confucionismo y su noción de familia patriarcal. Japón como padre honrado por la fidelidad de sus hijos asiáticos. Y se proyecta la ocupación de Nueva Zelanda y Australia para 1950, a fin de «asegurar el espacio vital de la raza Yamato», lo que recuerda el concepto nazi de Lebensraum.
En su punto máximo de ambición, Japón no se priva de soñarse como cabeza de una familia mundial de naciones. Y esto a partir de la noción de Kokutai, la “identidad nacional” representada en el tenno, el emperador, “el soberano celestial”. Para Roy Andrew Miller, en Japan’s Modern Myth, en el periodo militarista: “el Kokutai se convirtió en un término conveniente para indicar todas las vías en la que ellos creían que la nación japonesa, como entidad política, así como entidad racial, era simultáneamente diferente y superior a todas las demás nacionales del mundo”.
El expansionismo japonés ostenta un importante antecedente en el siglo XIX, en el llamado “último samurái”, Saigō Takamori. Y un Japón fortalecido por sus conquistas militares lo lanza a las invasiones y masacres de las tierras a “proteger”. En Manchuria en 1931. En 1937, la invasión a China, en Nankin escupe un tendal siniestro de miles de violaciones y asesinatos masivos; miles de mujeres son sometidas a la prostitución, las llamadas “mujeres de confort”. La expansión sigue hacia el sudeste asiático, a Oceanía, Borneo, Nueva Guinea, Indonesia, Birmania, Singapur, Malasia, Filipinas.
Y el choque sorpresivo, pero inevitable, con el gigante norteamericano en una mañana de Pearl Harbour, en diciembre de 1941, en el comienzo de la Guerra del Pacífico, entre las puertas abiertas del infierno, entre aceite, sangre, petróleo, asfixia y cuerpo incendiados.
V. El stalinista
El tiempo de los zares termina. Los bolcheviques triunfan en la Rusia del sufrimiento y la guerra civil. Lenin, el líder de la teoría y la acción, muere. Trovsky fracasa en su intento de liderar. Stalin se apodera del timón revolucionario. Sin compasión ni duda, el jefe de origen georgiano talla el Estado que aspira al control total.
La historia continúa lo mismo, pero también es el despuntar de lo imprevisible: el totalitarismo ruso se alía a la odiada burguesía occidental, por compartir un enemigo común. Durante la guerra, las discrepancias ideológicas son desestimadas. La extrema necesidad, y por el momento, suprime las distancias entre las cosmovisiones de los Aliados. La sorprendente alianza soviético occidental, se activa luego de que todas las puertas del infierno se abren, y la invasión nazi discurre como hierro ardiente en las venas de la tierra soviética, al comienzo de la Operación Barbarroja, en junio de 1941.
Como Estado total, el estalinismo absorbe las esferas legislativas, ejecutivas, judiciales. Es brazo de la colectivización compulsiva de la tierra y la estatización de la propiedad privada. Reivindica el marxismo leninismo, pero no construye la sociedad sin Estado y sin clases. El Estado se magnifica, se alega, para mejor combatir la contrarrevolución, a los enemigos del pueblo y del socialismo revolucionario. El “socialismo de un solo país” renuncia a su expansión extramuros, pero refuerza su monopolio del poder. Stalin es máximo líder, a él se le debe un culto a la personalidad; es el padre “benefactor y protector”.
La hoz y el martillo es símbolo de la emancipación del campesinado y los trabajadores. Pero, más que liberados, los obreros y campesinos, y todos los individuos, son sumergidos en una nueva matriz de dominio, mientras se insiste en que los peligros para la revolución no son solo externos, sino también internos. Para conjurar la supuesta desestabilización, con obsesión sangrienta, Stalin orquesta sus famosas purgas, los juicios de Moscú, la muerte sumaria de los camaradas de la vieja guardia, como Nikolái Bujarin, de los comienzos de la revolución, y de muchos otros.
El Estado deviene gran demonio policial. Administrador del inmenso sistema carcelario del Gulag. El torbellino que suprime libertades, derechos. La individualidad disidente es cáncer a ser extirpado. La arbitrariedad completa sobre la vida y la muerte. Y la rebelde Ucrania es normalizada mediante el genocidio por el hambre, el Holodomor.
El Soviet Supremo, el máximo órgano correspondiente al Poder Legislativo de la URSS, es solo un “parlamento de juguete” (en la expresión del historiador Edward S. Ellis), o legislatura de “sello de goma”, como el Reichstag de la Alemania Nazi, las Cortes españolas en la España franquista, o la Cámara de Fasces y Corporaciones, en la Italia Fascista.
Al Estado absoluto le compete también la centralización económica. La economía planificada. Por una gran fuerza de trabajo bajo coacción, se consigue la definitiva industrialización de un país antes típicamente agrario. Los prisioneros del Gulag, por ejemplo, con más de diez mil muertos, construyen el canal Mar Blanco-Mar Báltico, en 1933.
Otra sorpresa en el turbio manantial de la historia es el Pacto de no agresión germano-soviético, firmado por los ministros de Relaciones Exteriores ruso, Moltov, y alemán, Ribbentrop, en agosto de 1939. La Alemania nazi y la ex Unión Soviética, al principio de la guerra se asocian en la invasión y descomposición de Polonia, y en la construcción de una zona de influencia sobre Letonia y Lituania, y el avance territorial sobre Finlandia.
Producto de las purgas, los cuadros de mejores oficiales soviéticos habían sido asesinados. Por eso, la primera reacción ante el avance alemán es lenta, confusa. Pero luego, la Madre rusa en la Gran Guerra patriótica contra el invasor alemán, soporta y vence en Stalingrado, en Leningrado, en la gran marea de un contraataque arrollador. En el empuje liberador, la cantidad de soldados y recursos soviéticos se convierte en cualidad indispensable, luego de que las puertas del infierno, en los cielos, los mares y la tierra se abren, definitivamente…
VI. Todas las puertas abiertas
Y las puertas del infierno, en los cielos, los mares y la tierra se abren, definitivamente, en septiembre de 1939. En su momento, la Alemania nazi se aprovecha del incendio del Reichstag o parlamento alemán para justificar la concentración del poder. Luego, apela a una falsificación, una operación de ataque de una radio alemana atribuida a los polacos y perpetrada por el propio nazismo para justificar su invasión a Polonia a través de una guerra relámpago.
Ante este hecho consumado, las alianzas previas se activan, las declaraciones de guerra. Y Francia cae pronto; Inglaterra es hostigada desde las alturas; Japón ataca en Pearl Harbor luego del embargo petrolero que le impone Estados Unidos; la Unión Soviética es agredida por la filosa daga nazi; y surgen los campos de exterminio, el genocidio; las muertes por doquier de los inocentes; la desesperación sin palabra; el cielo negro en la piel sangrante; el demócrata, el nazi alemán, el fascista italiano, el japonés, el soviético, ya se enzarzan en la tempestad de la gran muerte; los humanos que matan a su semejante en la tierra, en los cielos, en los mares…
Y en 1943, a Teherán, en la embajada de la URSS en Irán, llegan los tres líderes. Stalin, Roosevelt, Churchill se reúnen por primera vez. Se acuerda una nueva estrategia de guerra: abrir un nuevo frente en Europa occidental. Pero también se perfila el nuevo orden posterior a los años del apocalipsis cotidiano. En Yalta, Crimea, febrero de 1945, se acuerda la partición de Alemania, pero también la entrega de Europa del Este a Stalin, como su esfera de influencia, lo que para el concepto geopolítico del líder de la URSS es gema fundamental para su seguridad futura. Se acusa a los líderes occidentales de esta concesión que, en la práctica, enajena la libertad de Hungría, Checoslovaquia, Polonia. A ninguno de estos países se los notifica de lo decidido; se habla de una “traición occidental”.
El 8 de mayo de 1945, Alemania se rinde de forma incondicional. En Potsdman, entre julio y agosto, se conviene la desnazificación y desmilitarización de Alemania, y la realización de los Juicios de Nuremberg. Y Japón acepta la realidad tras las detonaciones atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Los vencedores le imponen a Hirohito el Ningen sengen, la Declaración de Humanidad del emperador, es decir, declarar que es un mortal más y que no desciende de ninguna divinidad, o que él mismo no es un dios.
La alianza coyuntural de las democracias con la Unión soviética tiene un alto costo: garantizar la seguridad soviética (según lo convenido en Yalta) es posibilitar su expansionismo ideológico y territorial.
La nueva geopolítica de la posguerra se enfunda en lo bipolar: la colisión de Occidente y el bloque soviético, una consecuencia de lo acordado entre los aliados durante la segunda guerra mundial. Orden tenso entre las cosmovisiones que cancelaron temporalmente sus diferencias paradigmáticas para conjurar el peligro nazi.
Paradigmas diferentes que comparten no solo una alianza sino también una impunidad construida sobre la perpetración de crímenes de guerra. Responsabilidad criminal omitida en los Juicios de Nuremberg, donde los soviéticos no son juzgados por la matanza de Kaytn y otras aberraciones, y los aliados occidentales no rinden cuenta de sus excesos homicidas en los bombardeos de las ciudades alemanas, y de Tokio, sin objetivos militares, atestados de civiles; responsabilidades silenciadas que oscurecen los procesos de Nuremberg como genuina administración de justicia, distinta de la venganza. Su ejemplaridad ética así queda lesionada.
El orden bipolar pone en primer plano el enfrentamiento ideológico reprimido en la segunda guerra mundial. Este conflicto no se cierra así completamente, al continuar no ya en el conflicto armado entre aliados y potencias del Eje, sino entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. La oposición soviético occidental se canaliza en el tenso nuevo orden como la geopolítica emergente de la segunda guerra mundial. La Guerra Fría entre esas fuerzas, y no una paz real, es lo que se perfila en la posguerra. La confrontación entre el llamado mundo libre y el bloque soviético, graficada en la “cortina de hierro” que anuncia Churchill, en un discurso en 1946: “De Stettin en el Báltico a Trieste en el Adriático, una cortina de hierro se ha abatido sobre el continente”.
Es sabido que el general Patton era partidario de seguir el tornado de la guerra desde Berlín hacia Moscú. Churchill pensaba algo parecido. Luego del supuesto fin de la Guerra Fría, la Federación Rusa se integra al capitalismo globalizado. Y antes, el poder soviético era gran amenaza para Occidente; pero luego de la disolución soviética, Obama habla de Rusia como una “potencia regional”. El temor ahora se invierte. Luego de la globalización de la economía de mercado occidental, el nacionalismo ruso acaso teme ahora ser infiltrado lentamente por los “corruptos” valores occidentales; de ahí su cada vez más exasperada retórica antioccidental, y quizá el deseo de recuperar no solo la extensión de la desaparecida Unión soviética, sino también reinventarse como efectiva y temida superpotencia, como cuando el extinguido poder soviético mantenía en vilo al mundo durante la Crisis de los misiles, en 1962.
Y en el lenguaje político oficial ruso, la apelación al nazismo, el máximo perfil siniestro de la segunda guerra, retorna con utilidad múltiple. Lo “nazi” pierde su sentido originario y verdadero, de supremacía racial y planificación del exterminio de un pueblo. Ahora es un modo de indicar a todo opositor político, y a la Ucrania a someter; y, el uso descalificador de lo nazi es paralelo a la demonización de la OTAN, y de lo occidental, sin más. La descalificación bajo el estigma de lo nazi moviliza también, a nivel interno, apoyo emocional por la repulsión que provoca.
La colisión de cosmovisiones entre Occidente y lo neo zarista soviético ruso es de futuro incierto. Pero señala a las claras la continuidad del conflicto congelado por la coyuntura de las alianzas en la segunda guerra mundial, y que luego revive tras la disipación de una larga tregua.
Así, la “vieja” segunda guerra mundial continúa como “tercera guerra mundial” bajo un cambio de concepto de guerra mundial, al menos hasta la fecha: ya no el enfrentamiento directo de todos los ejércitos, sino la colisión desde un modo indirecto, por “representación” o “sustitución”. Guerra “proxy”. En el escenario o teatro de guerra ucraniano, de forma indirecta se enfrentan el armamento avanzado y la Inteligencia militar de Occidente y sus valores, contra la Rusia ansiosa por ser reconocida y temida, nuevamente, como superpotencia, y que busca en la alianza entre lo político y el cristianismo ortodoxo, su verdadero sustento o justificación. La Gran Rusia a construir está imbuida de la misión “divina” de salvar el espíritu de la “niebla disoluta y materialista” occidental. Mesianismo, liderazgo verticalista, apoyo de la religión cristiana ortodoxa, teología política, como el fundamento más hondo de la política exterior rusa. Su expansión no solo es necesaria para recrear la grandeza soviética añorada, sino también para cumplir un “designio superior”.
El enfrentamiento solo entendible desde las corrientes profundas del conflicto de cosmovisiones que continúa alimentando los viejos demonios de la segunda guerra, ahora con armas más sofisticas, aviones no tripulados manejados por computadoras, y misiles hiperveloces indetectables.
Pero tras los nuevos aguijones de las tecnologías bélicas, las puertas del infierno de este mundo, tiemblan y se abren, entre la lucha de los paradigmas, que masacran al humano y al animal, a los hogares de los recuerdos, a los autos con las familias que escapan y que mueren en el golpe de fuego. Todo quema los sueños, y todo se disuelve en ácido sin piedad, cuando el derecho de la defensa y la agresión truenan, en los cielos, los mares y la tierra.