Entre los balbuceos románticos del siglo XIX, el arrogante ensayo “El crimen como una de las bellas artes” convirtió a Thomas de Quincey en un anticipador de Poe, de Baudelaire, y en notable precursor del carácter sociológico y revelador de los delitos. En 1764 con “Dei delitti e delle pene” , Cesar Beccaria ya había esbozado una criminología. Ahora, en la hecatombe napoleónica que había estremecido la vida cotidiana, la transgresión dibujaba el ánimo fugaz de cada momento histórico según ilustraba con abundancia la Revolución Francesa. “El crimen es un pequeño espejo de los desmanes mayores de la sociedad” había observado De Quincey con su lucidez de opiómano, adelantándose a Durkheim, Simmel y la futura antropología social. Autores como Stendhal, Dostoievski o Stevenson, escudriñaron luego en la pulsión delictiva al sopesar las torturas éticas y psicológicas de cada sociedad. Fue el comienzo de un malvado interior. Partiendo del Drácula aristócrata y manuscrito de Briam Stoker, el celuloide erotizado de Bela Lugosi recorrió la distancia desde “Barbazul” y “el Destripador de Londres” hacia los demoniacos gestos del nazismo. También los crímenes encubiertos de la cabaretera noche berlinesa anunciaban la muda psicosis de la Segunda Guerra, tanto como la sórdida galería criminal en Viena ilustraría sus secuelas. Profecías, alientos o ecos alargados, la sombra criminal acompañaba con fidelidad las vicisitudes sociales. Hoy, en la tormenta de mensajes banales de la esfera digital, la criminalidad sigue deviniendo símbolo de lo no dicho en la falseada narración social.
Fue Fernand Braudel, inspirado historiador de la modernidad, quien observó que, en el tiempo, como en el espacio, la masa determina la gravitación. Esta paráfrasis alegórica de la teoría de Einstein permitía ejemplificar la influencia de acontecimientos remotos, como las confrontaciones campesinas o religiosas de la Europa medieval, en el sangriento siglo XX. Los lazos casi fantasmales eran explicativos y sugerentes. Quizás nuestra época, tan vertiginosa, imprevista y ajena a la meditación histórica, es la más propicia para el hallazgo de esas elipses o causalidades, curvadas por el largo tiempo histórico o el estupor traumático. Afinidades míticas, sombras remotas, dibujos inconscientes, esbozos en escorzo que insinúan como un friso, acercan un horizonte de bambalinas. El paralelismo misterioso pareciera gestar un multiuniverso. Lo fantástico procura ser simultáneo había intuido la literatura, pero en la amplitud del espacio y el tiempo real eso sucede en la historia. Thomas de Quincey, en su disruptivo ensayo, había observado que los crímenes pequeños eran espejo de los grandes. Su vigilante espectro hoy podría observar que casi al tiempo que en California se descubrió una familia disfuncional que trataba cruelmente a sus hijos prisioneros durante años, el decreto paralelo de Trump contra inmigrantes condenaba a muchos niños a una traumática prisión federal en aislamiento de sus padres. Ambos crímenes se hacen señas sobre la misma sociedad dislocada. El gobierno de Washington que pone a sus hijos o yernos como ministros (en el estilo nepótico de las satrapías latinoamericanas), trata a los hijos de otros como subhumanos. La familia descubierta en California es un revelador “Flash” de esta corrupción genérica de los vínculos, síntoma donde late una historia subterránea.
La memoria caníbal
Walter Benjamín había sostenido que, a diferencia del pasado, la suya era la primera generación que no había logrado convertir su sufrimiento en experiencia. Sin embargo, podríamos objetar, quizás la convirtieron, pero en una experiencia distinta y sin título, ya que circulaba en una memoria más vasta, de muchas lecturas cruzadas que ya no podían jerarquizarse. Esa impotencia alentó en muchos el olvido o la amnesia traumática después de la primera guerra. Ahora, cuando esa dispersión sucede por mero vértigo civilizatorio, en una era de presente perpetuo, se recupera una subjetividad distinta, ángulos inéditos del recuerdo, y de la infinita lectura. El populoso pasado sigue bullendo en las memorias, mueve los telares que revelan y encubren incesantes, pero no se evidencia en el centro sino en los márgenes tachados.
Hebe de Bonafini, una de las madres de la Plaza de Mayo, se dedicó a degradar su heroica experiencia con actos posteriores de baja calaña, y resultó también espejo empañado de la trágica historia argentina. Alardeando una audaz ruptura, había adoptado a Sergio Shocklender, uno de dos presidiarios mellizos condenados por parricidas. Encarcelado, había estudiado derecho con tenacidad, y promovió su libertad condicional con el decisivo aliento de su madre sustituta. Incorporado por Bonafini a su corrompida Fundación popular, el constructivo empuje adoptivo culminó en dura confrontación. La furia crónica de la “Madre” anuló la filial inclinación cuando acusó oportunamente al expresidiario de los desfalcos que ambos habían cometido en la entidad. La extraña relación, un subproducto del siniestro “proceso” argentino, también hace pensar en un canje simbólico entre un parricida y una filicida (crimen premonitoriamente analizado por la teoría de un psicoanalista argentino, Arnaldo Rascovsky, mucho más de medio siglo atrás).
Muchos padres de los militantes desaparecidos, o muertos por la dictadura militar, padecieron injustificados, pero inevitables, sentimientos de culpa de origen traumático. Las pérdidas atroces suelen tener esa secuela, pero esta se extendía a un borde político. El carácter necrofílico que asumió la izquierda argentina, tan aprovechado por el encubridor populismo, también aludía a una generación mandada a la muerte por muchos dirigentes sobrevivientes que usaban las prebendas del poder político sobrante. La fastuosa corrupción actual expresa la anomia de una sociedad, pero debe mucho a estos encubrimientos de épocas enteras. Es la persistencia de ecos muy lejanos en la tensa cotidianidad de una cultura. También en el siglo XIX el exterminio de los gauchos se encubrió con la exaltada mitología criolla. La mítica presencia gaucha y el tardío, lavado y persistente folklore, fueron alentados por el mismo lirismo que los había sometido.
El Amor de “M” a “M”
Venezuela, creadora y difusora mayor del “secuestro exprés”, modalidad delictiva popular de la que nadie era inmune, ilustraba en paralelo un secuestro gradual de la sociedad por el gobierno. Esa multiplicación fractal del crimen, se registraba también en otras dimensiones que rebotaban desde el espejo central. El discurso monotemático, dictamen oficial de la gran espera mesiánica como destino latinoamericano, resonaba con el incremento de las colas para esperar atención en bancos, mercados, hospitales y farmacias; la peligrosa anarquía de la vida cívica y el creciente ordenamiento subterráneo de las cárceles configuraban un submundo superior, gestionado minuciosamente por jerarquías de malhechores oficiosos de la oficialidad; la consigna de “Patria, socialismo o muerte” auguraba el consecuente y aceptado exterminio por hambre de la población no afiliada al régimen. Esta reproducción política en el espacio tiene también su correlativo eco en el tiempo: la migración masiva de los venezolanos desesperados rememoraba aquel masivo éxodo mantuano por la costa, cuando escapaban de las tropas de Boves durante la feroz guerra de independencia (la más sangrienta de América). Las cartas ultimas de Simón Bolívar a su monárquica hermana sobre el porvenir de su sobrino, tienen el mismo pesimismo nacional que el destilado por un emigrante venezolano actual sobre su arruinada patria.
El último caso resonante de secuestro en Venezuela merece un trato especial para esta saga tenebrosa de sociedad y crimen. Incluye además de sus patéticos protagonistas, y quizás con mayor relevancia, los intérpretes públicos, sus voceros anónimos, oficiosos y oficiales. Se puede así contornear un fenómeno mayor, una lógica dominante que ya atraviesa transversalmente la sociedad. Este caso trata de “Morella”, una joven desaparecida a los 19 años que escapó a los 49 de un encierro transcurrido en un apartamento del piso cuatro, de una torre, en una urbanizada zona céntrica de Maracay. El “Gordo Matías”, su secuestrador, la vigilaba desde el balcón de enfrente, en otro edificio del conjunto, donde vivía con otra secuestrada y su hija. Los vecinos habían comentado ocasionalmente que Matías tenía una mujer secuestrada. Las indagaciones policiales no fueron fructuosas, ella encubría a su victimario. Antes de su secuestro Matías fue un novio no aceptado por su familia, que la convenció a “luchar por su amor”. Morella escapó, sin embargo, luego de 31 años de golpizas, violaciones y chantaje por hambre, los últimos en la oscuridad del dormitorio, reducida a contemplar en televisión los canales regionales. Antes, la fuga se había desplazado por hoteles, y cada tanto Matias la llevaba a hospitales para una cura de infecciones urinarias. Los médicos no notaban nada extraño y el terror de Morella le impedía denunciar. Los vecinos escuchaban ruidos y circulaban rumores, pero eran rápidamente sobreseídos con explicaciones costumbristas. Finalmente, Morella logró abrir la puerta y emergió a la vida pública para denunciar su encierro. Se había fugado con su novio en 1982 y volvió en el 2020.
Las declaraciones de especialistas, juristas y expertos oficiales relacionados con la defensa de la mujer, aludieron a la falta de empatía, incomprensión profesional del sufrimiento femenino, normalización del maltrato, protocolos inadecuados, falta de preparación de las instituciones para tratar con la victima (no le habían creído cuando hizo su denuncia). Lo llamativo de estas declaraciones es que parecen emitidas desde una sociedad regular, de vida normal, donde la inquietud por la mujer es natural y fluida para un régimen que prescribe en los discursos decir “arquitectos y arquitectas, científicos y científicas, campesinos y campesinas, mineros y mineras”. Las protestas parecen ignorar que el incidente procede de una sociedad desquiciada con infernal plenitud. El tono didáctico y perito de las protestas implica una gran disonancia cognitiva, negación e irrelevancia para el drama central, y son en concreto una aceptación legitimante del régimen. Es como atender a la incorrección indebida del decorado en la escena sangrienta de un crimen. Este último aspecto es el más significativo, pero no el ultimo. También se registra un vertiginoso paralelismo entre el tratamiento oficioso del caso y la manipuladora vida política oficial. El vínculo del secuestro con el motivo inicial de “luchar por su amor”, indica el sostén mutuo de la pareja sobre un imaginario compartido socialmente, lo que explica su deslizamiento a un equívoco “sufrimiento por amor’’. No es distinto al “amor con amor se paga” con que Chávez estafo la esperanza venezolana en el paraíso, tampoco al debate posterior de la ciudadanía sobre la “verdadera política y la genuina democracia, las elecciones y la empatía por el rumbo histórico de nuestra querida Venezuela’’. El fatigoso empedrado de mentiras que tuvo que caminar ese pueblo, la “Morella” multitudinaria, por años encerrada, violada y hambrienta, era la escena que nadie veía en el debate posterior. Casi igual como los vecinos fueron enceguecidos por el retintín imaginario de “luchar por amor”, que había envuelto el secuestro de la Morella particular.