La mañana del 5 de enero de 1895 era particularmente fría y húmeda. Ese día todos los diarios en Francia hablaban del mismo tema: «L’Affaire Dreyfus». A pesar de la temperatura y de la neblina que cubría la mayor parte del edificio construido durante el reinado de Luis XV, centenas de parisinos habían asistido al patio de la Escuela Militar para presenciar uno de los episodios más vergonzosos e injustos de la historia contemporánea de Francia: la degradación del capitán Alfred Dreyfus acusado de alta traición. En una ceremonia solemne y al son de decenas de tambores, le arrancaron sus insignias y charreteras, así como a los ojos de todo el mundo, le rompieron en dos su espada. Para humillar aún más a Dreyfus, los altos mandos del Ejército francés lo hicieron desfilar ante una gran multitud que gritaba consignas terribles, todas ellas antisemitas. «Je suis innocent. On degrade un innocent. Vive la France!!!, clamaba Dreyfus, una y otra vez, mientras era arrastrado, a lo largo y ancho del patio, por dos soldados.
Entonces gobernaba la Tercera República, no muy consolidada, en medio de un periodo de profunda inquietud. Una Francia muy católica, sumida en un nacionalismo exacerbado y profundamente antisemita. No faltaba aquel francés que pensaba: «es judío, luego es traidor». De allí que el capitán Dreyfus no podía ser más que un traidor, por la sencilla razón de que era judío. Si para entonces Francia ya estaba muy dividida entre el nacionalismo y el igualitarismo republicano, el Affaire Dreyfus no hizo más que partirla todavía más en dos bandos: los dreyfusards y los antidreyfusards.
Una vez que el ministro de Guerra, el general Mercier, cumplió con su supuesto deber, manda al prisionero a la cárcel de Cherche-Midi. El veredicto había sido el 22 de diciembre, día en que el acusado es condenado a cadena perpetua a la Isla del Diablo en la Guayana Francesa, donde no le dejaban bañarse, ni recibir alimentos enlatados y lo tenían encadenado al catre; tenía los tobillos cubiertos de llagas. Cuatro años y dos meses padeció este martirio convencido de su inocencia. Para colmo le confiscaban las cartas de su esposa.
En un texto espléndido titulado «El affaire Dreyfus y el laberinto de la conspiración», José Emilio Pacheco nos cuenta que la correspondencia entre Dreyfus y su esposa empieza con su encarcelamiento en 1894. Leamos una de las cartas más emocionantes que escribió el capitán, justo después de su degradación, fechada el 31 de enero de 1895: «¿Cuándo voy a ser capaz de besarte, y encontrar en tu profundo amor la fuerza que necesito para llegar al final de este horrible sufrimiento?». Más adelante, le escribe: «Te beso mil veces. Te amo, como te adoro, mi querida Lucie. Mil besos a los niños. No me atrevo a hablar más de ellos. Los ojos se me llenan de lágrimas cuando pienso en ellos». Si Dreyfus no terminó con su vida, mucho fue gracias a las cartas de Lucie y al amor fraterno de su hermano Mateo. Ambos lucharon intensamente hasta probar la inocencia de Dreyfus. Lo que sin duda fue definitivo y precipitó el final del escándalo fue la publicación del «J’accuse» de Émile Zola en el diario L’Aurore en 1898; una carta dirigida al presidente de la República, Félix Faure, no nada más en defensa de Dreyfus, sino en la que exhibe el violento nacionalismo y antisemitismo de la sociedad francesa.
La pesadilla de Dreyfus continuó tal como nos lo explica José Emilio Pacheco: «A la oficina de contraespionaje, llamada por eufemismo ‘Sección de Estadística’, llegó el mayor Georges Picquart. En 1896 encontró entre la basura de Schwarzkoppen un petit bleu (las cartas que se enviaban de un barrio a otro de París por medio de tubos neumáticos) dirigido al mayor Ferdinand Walsin Esterhazy. Pidió ejemplos de su caligrafía y comprobó que la letra era idéntica a la del bordereau. Él y no Dreyfus era el espía al servicio de Alemania». Pero para las autoridades el único que podía ser el autor de la caligrafía, por lo tanto de la alta traición, era Dreyfus, judío, alsaciano, es decir, casi alemán, y para colmo hablaba el idioma del enemigo.
Finalmente, Dreyfus fue rehabilitado en 1906, en la misma Escuela Militar y en el mismo patio donde había sido degradado. Le regresaron su espada, sus insignias y lo hicieron Caballero de la Legión de Honor. No obstante su evidente y probada inocencia, todavía hoy aparecen pintas en su escultura, cerca de una pequeña plaza en el Boulevard Raspail, que dicen: «¡traidor!». Todo esto podemos verlo en la película J’accuse de Polanski.