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La violencia de los resignados

Están por todas partes, los resignados. Los hay en mayor o menor medida, pero no faltan a apersonarse, aun siendo impresentables. Tienen la habilidad de chafarle la agenda a cualquiera. Cuando parece que el engranaje del cambio está por moverse, ellos son el óxido que sugiere mantener todo como estaba. Son la herrumbre del futuro. Sus palabras visten el disfraz de la razón pudorosa, pero bajo las gasas del engaño se oculta la lepra de su cobardía. Lo suyo es el uniforme del miedo.

Los resignados viajan en manada, se detienen a pacer en las planicies de la abulia y hasta se amanceban en la espelunca del despotismo. Nada hay más propio de un tirano que la reptil vocación de sus conformados. La resignación termina siendo a la autocracia lo que la meretriz al amo verdugo. Luego de este axioma solo queda el horror silenciado de quienes sirvieron como moneda de cambio al resignado.

La violencia con que el conformismo opera es también un tabú. Se habla, eso sí, de cómo el conformista es arrollado en su minusvalía, pero se dice poco del modo en que aquel pasa a todos por su rasero. Para el resignado, los que cultivan la rebeldía moral oscilan entre la necedad y la ingratitud, no logran entender el aire de época, y por tanto se hacen acreedores de sus más ácidas recriminaciones. Alguien que retira puntualmente la dádiva gubernamental dirá de quien se niega a recibirla —porque quiera ganarse en buena lid el pan diario— que su soberbia es inaceptable.

Lo atroz, sin embargo, sobreviene al tiempo que los resignados se agremian. Este, y no otro, es el nirvana soñado por los regímenes populistas. La colectivización del asistencialismo nunca trae aparejados buenos augurios. Cuando muchos esperan su dosis de limosna gubernamental, pocos rezumarán el sudor de sus frentes para amasar el pan que habrán de merecer. El mérito es, precisamente, el primer exiliado en los gobiernos autoritarios de corte populista. En dicho sentido, y desde esta atalaya particular, no pinta nada promisorio el futuro de varias naciones latinoamericanas.

Quienes fuimos criados en otras maneras, quienes aprendimos de niños a ganarnos con mérito cada fruto de nuestro esfuerzo, quienes crecimos educados para el estudio y el trabajo no podemos menos que mirar con suspicacia el catecismo de la resignación. A nosotros se nos dijo desde temprano que podíamos cambiar siquiera un pedazo modesto de mundo con el tesón propio, y nos lo dijeron personas cuyo pueblo había sido aniquilado por las guerras y las hambrunas. Frente a eso, el que solo espera la lástima fingida de quien es también artífice de su miseria resulta cómplice de una vejación a la dignidad humana. Lo más triste del resignado es que, a un mismo tiempo, es verdugo y víctima en su cadalso particular.

A pesar de ello, no se lo puede mirar con lástima, salvo a unos pocos que han padecido el déficit de las oportunidades y no disponen casi de pertrechos existenciales. El resignado suele ser un acomodaticio, alguien que no se indignará por reptar a los pies del cacique de turno, pero que sí se incomodará, y mucho, cuando a su lado se yerga la verticalidad del ciudadano esforzado. Su enfado provendrá de cómo la altura del esfuerzo acusa su rastrera estatura, y al cabo hasta parecerá que reclama para su cruel protector la singularidad estatuaria.

Lo que seguirá al cabreo del resignado será la conjura contra el afanoso. Primero murmurará entre dientes, luego disertará en su corrillo de camaradas, y al cabo vociferará en la plaza arengando a los peregrinos a fin de que profesen su misma fe. En todo conformista vive agazapado un depredador que en algún momento saltará sobre la desprevenida humanidad del esforzado. Si para su fortuna el acólito del asistencialismo ve su culto elevado a religión de Estado, pronto echará en menos los altares sacrificiales donde el tesón y sus logros serían inmolados.

La violencia de los resignados es de las más crueles porque se oculta tras un engañoso desvalimiento, que a manera de bastidor les sirve con el fin de alistarse para la siguiente escena, en la que quizá monteen a su presa hasta ponerla a tiro de los cazadores. La soterrada crueldad de un conformista solo tiene parangón con la exhibicionista ferocidad del déspota que le arroja el maná del populismo.

Uno no puede, sin embargo, cuando se pregunta si algún día los resignados se redimirán de su ensimismada miseria, dejar de recordar a aquel Nietzsche que en Más allá del bien y del mal nos advertía que «quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti».

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