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Rossana Miranda

La vida sigue en Siria

Se llama Firas Lutfi. Es sirio. Tiene una sonrisa cálida, amable. La serenidad de su voz pareciera entrar en cortocircuito con las historias que me cuenta de hambre, terror y miedo. Pero no sucede. Tomamos café poco antes de la misa de las siete en la tranquila Villa Massimo, sede de la Custodia de Tierra Santa en Roma, y me cuenta de sus planes cuando volverá a Aleppo: una ciudad que era el motor económico del país y que es sólo ruinas. Aleppo tenía dos millones de habitantes en 2011 y el conflicto ha dejado sólo 400.000. Casi todos niños, mujeres y ancianos que no tienen ninguna posibilidad de huir. Hacen colas para todo y viven con el miedo de morir en cualquier instante.

Firas me cuenta que lo más difícil en Siria es conseguir agua y alimentos. Antes de la guerra el pan costaba dos liras sirias, ahora sobrepasa los 50. Cuando se consigue. Las fuentes hídricas están en manos de los terroristas, que chantajean y controlan el territorio a punta de agua. La única solución que ha funcionado es el acceso a los pozos de iglesias y mezquitas. Los sirios se llevan a cuestas baldes llenos por toda la ciudad. El mal común: hernias de disco. Musulmanes y católicos se ayudan entre sí, son solidarios. Mujeres con el velo acompañan en la misa a una madre que ha perdido sus dos hijos. Cada quien reza al propio dios. No hace falta la Onu o ningún árbitro para alcanzar la paz.

Luego están las bombas. Un padre de familia piensa sólo en cómo proteger a los suyos. Sin embargo, alquilar una nueva casa o mudarse no es factible. En Siria aumentaron las exigencias y disminuyeron las oportunidades. Quienes tienen un empleo en el sector público pueden estar mediamente tranquilos. Los emprendedores indipendientes están arruinados.

Salir del país tampoco es una opción viable. Las embajadas occidentales cerraron sus puertas desde hace cuatro años. Quien se ve obligado a emigrar debe hacerlo a través de las fronteras con Turquía, Libano, Jordania o el Mediterraneo. “Es inútil que lloren los cadáveres en el mar cuando no ofrecen soluciones prácticas”, explica Lutfi. El sacerdote punta el dedo en contra de la comunidad internacional, gran responsable de la crisis en Siria. Y recuerda que la Iglesia ha propuesto una solución para ganarle la guerra al terrorismo y no ha sido aun escuchada: “El Estado Islámico es la organización más rica del mundo gracias al petróleo sirio, al patrimonio arqueológico y cultural y a los secuestros. Quien compra, trafica y paga a los terroristas es cómplice de la sangre siria”.

Lutfi volverá pronto en Siria. Se ocupará de la asistencia de 50 ancianos que viven en Aleppo. Cuando nos despedimos prometió que me escribirá. En su mirada no hay ni una pizca de angustia o preocupación. Sabe que además del agua y la comida, los sirios necesitan alimento espiritual, necesitan saber que no están solos. Y él está feliz de poder ayudar.

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