Todos los días la despiertan. A veces aparecen dos; otras, una docena. Algunas tienen nombre y mi tía Maru las reconoce. Están, por ejemplo, Newton y Pelusa, orgullosos padres de un pichón que hace poco le trajeron para presentarle. Varias veces por semana Maru nos reporta cómo estuvo su escandaloso despertar. Lo hace a través de La Recua, tertulia familiar digital que nos mantiene comunicados desde hace años y así llamada en recuerdo de la oscura y misteriosa casa de mis abuelos en Chuao—donde hace dos décadas conversábamos juntos los que hoy nos vemos obligados a compartir en la distancia.
Está en boca de todos. El fenómeno es de una indiscutible actualidad.
Las guacamayas que vigilan el cielo de Caracas. A medida que Caracas se pinta de naranja, bandadas de guacamayas vuelan por sus cielos poniéndoles sonido a los siempre memorables atardeceres de la capital venezolana… Hoy en día, miles de personas las reciben en las ventanas o terrazas de sus apartamentos. Les hablan, les dan de comer, les toman fotos.
De estas nuevas guardianas del cielo caraqueño se dice que fueron traídas a la ciudad desde el Amazonas hace treinta años para acabar con una plaga de gusanos devoradores de palmeras. ¿Quién sabe? Lo cierto es que no forman parte de mi repertorio de añoranzas del terruño. A las guacamayas las veía uno muy de vez en cuando, en el jardín de la casa de algún amigo o en Tarzilandia, aquel peculiar restaurante-aviario clavado al pie de la montaña. En la ciudad de mi niñez, las reinas indiscutibles de los cielos—o quizás más bien de la tierra—eran las guacharacas. Rítmicos y comunales, sus graznidos eran la verdadera diana de mis nublados amaneceres escolares en el Alto Hatillo. Feas como ellas solas, rara vez se dejaban ver. Pero nunca pasaba una mañana sin que se hiciesen escuchar. Bochincheras y simpáticas: como la ciudad a la que se encargaban de poner de pie.
Si uno lo piensa bien, tiene sentido, o al menos poesía, el que en nuestra sultana de la muerte sea en los cielos donde la vida se aferre obstinadamente a su promesa. Abajo (en las calles, en las casas, en los ranchos, en los parques) gobiernan el miedo y el rencor, sembrados acuciosamente por un régimen de saqueadores—valga decir, por los nuevos amos del valle, en fructuosa sociedad con algunos de los viejos.
Da dolor tomar nota de cuánta voluntad, cuánto talento y cuánto dinero se han derrochado en erigir y mantener barreras entre nosotros. Se nos han ido ya quince años dedicando lo mejor de cada uno a tareas ingratas, inmerecidas, y algunas veces innobles. Durante el larguísimo tiempo que hemos dedicado a odiarnos y ofendernos, a desearnos lo peor y a prepararnos para ello, a desperdigarnos por el mundo y a imaginar castigos y venganzas, las guacamayas se han ido haciendo de los árboles, techos y balcones de nuestro valle. Con su esplendoroso volar mantienen a nuestra triste y balcanizada ciudad conectada en redes tras cuya invisibilidad se esconde, quizás, la clave de un replanteamiento de nuestra insoportable convivencia. ¿Cómo saber dónde duermen Newton, Pelusa y su pichón? Esta mañana aparecieron en casa de mi tía en Chacao, pero ¿quién les dio de comer ayer? ¿Alguien puede asegurar que no están implicados una abuela en Montalbán, un secuestrador en Casalta, algún socio del Club Ítalo, una rectora del CNE, un recién llegado comerciante sirio en El Cementerio y la querida de un boligarca en Cerro Verde? Abajo hemos claudicado a la muerte y arriba, no obstante, sustentamos la vida por medio de un improvisado emprendimiento colectivo. Sin nombres. Sin consignas. Sin violencia.