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Juan Pablo Gomez

La Venezuela de Truman Capote

“Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto”
Truman Capote

La historia es sencilla, pero lo que revela no lo es tanto. La noche del 14 de noviembre de 1959, una familia que vivía en Holcomb, en Kansas, fue asesinada salvajemente. El hecho conmocionó además porque no había razones para tal crimen y los asesinos huyeron con tan sólo 45 dólares robados. Truman Capote quedó atrapado por ese episodio. Tanto el impacto que tuvo en el pueblo de Holcomb, como la ausencia de motivación lo hicieron preso de una ansiedad que sólo encontró cauce de salida en su novela testimonial A sangre fría. Pero él mismo reconoció que la escritura de ese libro y toda la investigación previa lo turbaron de tal modo que lo transformaron para siempre.

Comprender motivos, tratándose de un crimen, es esencial, primero para evitarlos, y segundo para esclarecer el caso en términos policiales y judiciales. Un crimen es siempre una oportunidad para que la sociedad revise sus cimientos, sus normas, sus valores, su sentido. Un crimen también es siempre un fracaso social, colectivo. La revelación de que algo no estaba bien y, por tanto, ese malestar terminó manifestándose en forma de transgresión brutal. Sólo una vida que no tiene interés en ser vivida es capaz de malograr o despojar una vida ajena. Sólo una víctima puede desembocar más tarde en victimario. Por eso, toda esa investigación que llevó a cabo Truman Capote – que le costó seis años y más de seis mil folios-, terminó palideciendo ante el hecho más desconcertante y desgarrador que fue socavándolo por dentro: la complejidad nebulosa del carácter de los asesinos. La humanidad absorbente, delirante e íntegra que se albergaba en ellos; sobre todo en uno en particular, Perry Smith. Por eso, los crímenes son tan literarios, porque ofrecen someter al hombre a examen y asoman la sospecha de que el mal es siempre fascinante, no en sí mismo, sino por todo lo que encierra, desde su origen hasta sus consecuencias. El mal no puede rastrearse, simplemente empieza a tomar fuerza inusitada en un individuo que es poseído psíquicamente por la violencia. Macbeth es uno de los ejemplos mejor logrados.

Del mismo modo que Hanna Arendt no encontró nada especialmente monstruoso en Eichman. No era un criminal a gran escala, sino peor, un hombre mediocre, un burócrata eficiente que recibía órdenes monstruosas y no las cuestionaba. Capote descubrió en Smith a un ser humano ambiguo, intuitivo y terriblemente coherente que no despertaba tanto horror prefigurado porque, entre otras cosas, era capaz de indignarse. Se trata de un ser humano, después de todo. Y allí es que hay que escarbar. En esa historia de dolor y abandono que se oculta tras un desorden psíquico o una inadaptación dañina a la sociedad. El daño no es aislado, es una espiral que se desprende en movimiento cíclico y puede arrasar lo que encuentre a su paso. Smith decía que esos asesinados habían pagado por otros que debieron serlo. Es decir, esta familia inocente de Holcomb pagó por todos aquellos que lo habían destruido a él antes. Probablemente su propia familia. Esa lucidez del homicida da con la clave: el desajuste que unos causan en otros se cobra después en un tercero que ni arte ni parte. Eso que la Grecia antigua llamaba “miasma”, especie de hedor contaminante que infesta la polis porque algún crimen de sangre previo no fue resuelto. Y no se trata de soluciones policiales ni literarias, sino de soluciones psíquicas (individuales, familiares y sociales). Pero ese es justamente el problema, ¿cómo puede haber solución en el ámbito abismal y misterioso de la psique? Si allí todo lo que habita no posee forma, ni lenguaje, ni patrón; todo queda diluido en una oscuridad que alberga un dolor estancado que sólo se manifiesta en llamaradas iracundas que infringen dolor, a su vez, a otros. Capote empezó a entender en qué se había metido cuando ya estaba consumido por la fascinación de lo demasiado humano que albergaba el asesino dentro de sí. Alcohol, delirio y drogas fueron recursos vanos del carácter de Capote para sobrellevar el peso de la turbación más profunda y además tener la osadía de querer contarlo, de querer darle forma. Cómo contar que Smith, a su modo, tenía su dignidad. Cómo hacer que otro comprenda eso.

Para Capote la esencia de su oficio consistía precisamente en el trabajo incesante. Una investigación ardua, amplia, rigurosa, detenida y sagaz era la base para, entonces, adentrarse en el abismo que toda gran novela trata de exponer en forma imaginaria, metafórica o alegórica. El abismo ahora era iluminado por un género ambiguo, eso que él llamó con el perspicaz oxímoron de la “non-fiction novel”. Ese trayecto  entre el periodismo y la literatura, entre el dato y la estética, sortea el abismo con más crudeza y, tal vez por eso, ingresa en el tono más oscuro de todos, ese que es ya casi la luz. Lo más escabroso merece la pena ser objeto de mirada, estudio y análisis, porque lo más escabroso es una llamada de emergencia, en forma de grito atroz, a la sociedad. Los peores crímenes, los más aberrantes, perversos y repugnantes son los que deben tomarse más en cuenta no sólo en la ejemplaridad del castigo o corrección, sino sobre todo en la ejemplaridad de lo humano y su extraña capacidad para hacer daño. Sin duda, suele haber perturbaciones de orden patológico en personas que llevan a cabo el horror. Pero ese es el toque de atención: ¿por qué prolifera la enfermedad? ¿por qué las patologías no sólo no son atendidas sino que se vuelven contagiosas en determinados contextos?

Imagino a Capote en la Venezuela violenta de hoy y trato de suponer cómo empezaría una investigación al respecto. Tal vez le parecería una realidad demasiado caótica e inasible para siquiera emprender algún esfuerzo. Quizás se dé media vuelta, encogiéndose de hombros y admita que no todo puede ser escrito. Aún hay mucho que corresponde al plano de lo inefable. Más si se trata de una sociedad que parece haber perdido los faros orientadores del deber ser desde hace mucho tiempo. En toda sociedad hay desajustes, injusticias, criminales; pero en muy pocas la perversidad y la patología está tan extendidas y son tan habituales. En Venezuela el peor de los crímenes es llegar a no sorprenderse de crimen alguno, por aberrante que pueda ser.

Una vez escuché una conferencia del escritor Federico Vegas en la que manifestaba su asombro por la cantidad de casos criminales en Venezuela que no habían sido resueltos, no sólo en el ámbito policial (que es costumbre), sino que no habían sido abordados con suficiente entereza y músculo desde el ámbito literario en general. Ese límite difuso que fascinó a Capote entre el testimonio y la ficción, entre la novela y el testimonio, podía abrir el terreno para este abordaje del horror. Vegas mencionó los casos de Linda Loaiza o Danilo Anderson, entre algunos otros. El hálito de misterio del que suelen rodearse esas historias, siempre turbias y atroces, que terminan un poco en el olvido, debido quizás a la abundancia de la criminalidad o quizás a la desidia general que promueve el paso del tiempo. Vegas se preguntaba a su vez  por qué se había hecho tan poco en el ámbito literario por adentrarse en casos sonados y escabrosos que conmocionaron tanto a la opinión pública y por tanto ya tenían el  germen del relato de hondura en los sótanos del alma humana.

Hace pocos días un hombre fue asesinado en la cárcel. Recibió múltiples puñaladas. Los otros reos estaban esperándolo porque había cometido un delito de esos que ni el ámbito de la delincuencia perdona: maltrató, violó y asesinó a su hijastra de dos años. La misma suerte corrió la madre de la niña y pareja del asesino. También responsable del horror, fue asesinada a golpes en la cárcel de mujeres.  ¿Cómo atajar un hecho así? ¿cómo pensar, rastrear, investigar esto? Por donde se lo mire: la violencia, el sadismo, la perversión y la enfermedad saturan el hecho y producen una repugnancia, una aversión y un asco indescriptibles. Pero lo más repugnante es la frecuencia con la que empiezan a suceder este tipo de acciones y el tedio de los organismos públicos que atienden estos casos. La opinión pública venezolana está bajando cada vez más su vara de referencia y empieza a tolerar cada vez más el horror, casi con displicencia. Como suele decirse, el ser humano es capaz de acostumbrarse a cualquier cosa. Quizás en términos de conducta masiva del colectivo esto pueda ser cierto. Frente a esa inercia hay que construir una resistencia. No acostumbrarse nunca y enseñar a otros a no acostumbrarse.

Comentario aparte merece el episodio de las cárceles. El sistema del bajo mundo que allí se cocina empieza a rozar lo inverosímil. Cualquier depravación es posible, y la realidad siempre supera a la imaginación más torcida posible en este caso. El linchamiento que unos reos llevan a cabo sobre otros pareciera entonces la resolución del miasma social. La depuración del elemento contaminado. El mal se ha convertido en el agente de limpieza del mal. El caos también tiene su orden interno. La cultura carcelaria es el reflejo más fiel de una nación. En Venezuela una cárcel  ha superado con creces, en imagen, al pavor del infierno. Y sí, es reflejo del país. No hace falta más descripción.

Muchos me hacen comentarios desalentadores: “¿Qué haces escribiendo sobre el malandraje? Es un caso perdido. No hay nada que hacer. Está putrefacto. Muchos niños en los barrios sueñan con ser pranes. La criminalidad es marca de respeto y poder, y es adictiva. Va más allá de la supervivencia o de la patología. A veces matan por gusto o por ascender en su escala de depravación. Ya ni distinguen entre el bien o el mal, entre la ley y el delito, no tienen formación ni la más remota idea de lo que es la civilidad, la moral o el respeto al otro. Son animales con armas de fuego en una vorágine violenta de un sinsentido atroz que lo va devorando todo. Algunos miembros de los cuerpos de seguridad participan de ese mundo y hasta lo alimentan. El aparato jurídico está obsoleto y todo el sistema está corrompido desde los cimientos”.  Pero el desaliento y la perturbación de estas verdades no consiguen que cese en mi intento de querer darle un tipo de forma a una realidad tan avasallante. La palabra escrita podría ser ese tipo de forma que no sólo configura una reflexión y que invita a otros, a su vez, a reflexionar, sino que expresa una alternativa, quizás fugaz o insuficiente, de intentar alumbrar un poco y tornar la mirada escrutadora hacia la figura del malandro para despojarlo de su disfraz de vileza y ruindad, y tratar de devolverlo, desde esta  mirada, a su humanidad.

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