Rock and roll Revolution es el título del último disco. Afirmación nostálgica de uno de los músicos más prolíficos de América Latina que envejeció y ya no hace ni lo uno ni lo otro.
En Argentina se conoce como empute; en México encabronamiento; para los colombianos es una verraquera y en Venezuela le dicen arrechera. Y Fito Páez no agarra una desde 2003 cuando salió al mercado esa maravilla de 14 temas llamada Naturaleza sangre.
Pero los años siguientes no fueron tiempo perdido. De El mundo cabe en una canción puede rescatarse, además del muy dominado lirismo, un coctel de madurez y rebeldía que explota y conmueve en cantidades iguales. Prueba de ello la ternura del tema que da nombre al disco y la feliz Rollinga o Miranda girl. Un disco hipertextual, cargado de lo que pudo, alegría, buena leche y rocanrol. No en vano, en sus buenos tiempos, Fito sacó El diablo de tu corazón.
Quienes han seguido de cerca a Fito Páez no pueden evitar el rush adolescente cuasi adulto entre Fue por amor, Sargent maravilla y La casa en las estrellas por no hacer un desglose más profundo del que fue su último disco medianamente bueno.
Yo me crié escuchando a Fito Páez desde la más tierna infancia preguntándole a mi papá qué significaba ‘psicodélica star de la mística de los pobres’ y él, pasmado, decía que quién sabe y que qué música era esa que estaba oyendo. Crecí tarareando Ciudad de pobres corazones; Abre cambió –todavía no sé cómo- mi visión del mundo y Al lado del camino fue la canción que marcó –y acabó- mi adolescencia. No sé si sueno a fan enamorada, pero la influencia de Fito Páez en mi vida fue definitiva y sé que al escribir estas líneas arremeto contra la argentinidad que tanto me gusta cuando bajo del altar a quien consideré por años La Verga de Triana del rock en español.
Sentarse a escuchar un disco de Fito era empaparse de Jobim, Chico Buarque y Charly García; irse de viaje a Buenos Aires, Rosario, Río de Janeiro, Europa, Katmandú; eyacular en la boca de Dona Helena y homenajear incesantemente a Charly y a Mercedes Sosa.
Pero esa fórmula no funciona por siempre.
Viví dos años en Argentina y vi a Fito en concierto y no me gustó. Un esqueleto artrítico de flux rosado desperdigando frases inconexas y sin rima alguna llamada Confiá para después bailar, cual abuelo, un zumbido molesto que decía Yo te amo. El último experimento fue la reciente muerte de Spinetta y la canción-homenaje La vida sin Luis.
Otro intento fallido. La fórmula no dio para más.
Eso es Rock and roll Revolution. Una ecuación inmensa cuya fórmula no da para más.
Y quien ha escuchado y valorado a Fito se da a la tarea del obligado rescate y busca en lo nuevo parte de lo clásico. Rodolfo es un disco hecho en piano, un acercamiento más íntimo. La idea de Música para aliens es un desglose de canciones que, según Fito, deberían escuchar los extraterrestres si nos invadieran para entendernos un poco más.
¿Qué diría Fox Mulder de esa selección?
Convencido de la necesidad de reinvención y que nuestras obsesiones nos definen, la sola portada de Rock and roll revolution con la imagen de Charly García en sus peores tiempos deja de ser homenaje y pasa a la adulación. Y ya en track, no hay mucho más después de eso: posada madurez inconexa que no resuelve la ecuación contestataria. Verborrea insoportable de quien se come el cuento de que todo lo que diga es oro y ya no dice nada.
Al lado del camino definió mi adolescencia y su fin y Tendré que volver a amar, la decepción de mi temprana adultez. Cito ambos temas porque el último es el tsunami del primero en otro tempo. La vejez no es sinónimo de oxidación, el ego sí.
Así las cosas, Fito se volvió un Enemigo íntimo de sí mismo. Adiós a La vida moderna y Delirium tremens. Queda esperar y esperanzar qué pasaría si volvieran los dragones.
Al menos uno de ellos.