Comer junto a la basura es el nuevo menú de Nueva York. La improvisación de las autoridades en su baile de limitar y expandir a la vez a los restaurantes durante la pandemia ha llevado a saturar las aceras y calles, ahora más angostas que nunca.
Así, sirven cocteles y raviolis junto a ratas, aguas residuales, autos, ciclistas, peatones, ladrones e indigentes, en una escena anárquica más típica de un mercado en Bombay que de las avenidas 5ta o Madison de costosísimos alquileres. Es una guerra por subsistir en una ciudad de la que muchos han huido justamente por los impuestos desproporcionados, el crimen, la impunidad y el deterioro en la calidad de vida. Sin sorpresas, en ese caos también han aumentado los accidentes viales y, cómo no, la hostilidad.
Los neoyorquinos, que tienen fama de exigentes, cultos, neuróticos e impacientes, poco a poco han ido cediendo al deterioro. Unos sí se quejan, pero otros asumen que ser “fuertes” y presumir de vivir en la cima implica nunca –jamás– admitir que Nueva York no es el paraíso, especialmente ahora. Es un juego macabro de placer y bofetadas, entre la ciudad y sí mismos.
Ahora de nuevo es tiempo de votar en Nueva York, donde el Partido Demócrata reina tanto como el chavismo, los Castro, Putin o el peronismo. Así, sus primarias son los verdaderos comicios y la oposición apenas existe.
Ser alcalde de Nueva York es visto como el segundo cargo de elección más poderoso en Estados Unidos, sólo superado por la Casa Blanca. Pero la “capital del mundo” ha tenido en los últimos 8 años –elegido dos veces– a uno de los políticos más altos en estatura y proporcionalmente mediocres que ha conocido este país.
Bill de Blasio –editó su nombre alemán Warren Wilhelm Jr. para sonar más potable– representa la incompetencia que una metrópolis engreída como Nueva York nunca debió permitirse. Su personalidad es un enigma: ¿es un miope que no percibe los problemas, un cínico irresponsable que los ignora y/o simplemente un gigante incapaz? Y en 2019 hasta tuvo la osadía de aspirar a la Presidencia…
A su lado, el ególatra y caudillo gobernador Andrew Cuomo es un portento. Ambos se detestan y han hecho de todo para confundir a los neoyorquinos con sus medidas de estira y encoje, abonando demagogia y estampida poblacional desde antes de la pandemia.
Con todo ese panorama, la lección no luce aprendida y crece el apoyo al ala “socialista” en la región. ¿Sus lemas? Menos dinero a la policía –aunque ellos viven con seguridad privada– y más impuestos “a los ricos”… los pocos que no se han mudado.
“Una cosa sobre la ciudad de Nueva York: estás aquí o no estás en ninguna parte. No se puede alcanzar otro nivel de ansiedad, hostilidad o paranoia en ningún otro lugar”, dice Gatsby Welles, el protagonista joven, millonario y ocioso de la última película del ahora moralmente vetado Woody Allen, Un día de lluvia en NY.
Como Allen, Nueva York ciertamente ha tenido días mucho mejores, con o sin histeria. Pero el sacudón que ha vivido el mundo –incluyendo por supuesto Estados Unidos– impone que ya es tiempo de madurar, incluso cuando se tienen más de dos siglos de vida.
El Nueva York de 2021 no es civilizado ni vanguardista. Que lo diga la familia de la actriz que murió arrollada por una patineta hace unos días en Lincoln Center; o el cocinero de 77 años al que lanzaron por la vidriera de su restaurante la semana pasada en la “zona de guerra” en la que se ha convertido Washington Square en West Village, la misma plaza donde Robert Redford y Jane Fonda corrían descalzos en Barefoot in the Park.
Si Nueva York no elige bien esta vez, quedará sólo para películas de distopía y horror, con más ratas que personas, literalmente.