Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Begona Quesada

LA ÚLTIMA LIBRERA DE MÚNICH

Es difícil caminar sobre las huellas de gigantes y Cecilia Estrada lo hace todos los días sobre las de Bertol Brecht, TS Elliot o Thomas Mann, pero no se asusta. Desde pequeña no se deja impresionar por las estrellas. Estudió astrofísica en la universidad y ahora cuida, como en un jardín, todo lo que pasa en el otro extremo del espectro: el fruto más ignoto del cerebro humano, las historias.

Gira la llave en la pequeña cerradura de metal antes de las nueve y aún deja el cartel de cerrado hasta las once. El trabajo de una librería va mucho más allá de vender libros. “Hay que archivar, hacer contabilidad, colocar, limpiar. Y leer, por supuesto.”

Su tienda, la única Librería Franco-española en Múnich, es como la luz de las estrellas que nos llega a la Tierra, lo que queda de un mundo que arde. “Cuando la abrí hace casi cinco años todas las otras estaban cerrando. Tengo claro que voy a contracorriente”.

Salió de México con 17 años rumbo a Francia hace ya varias décadas. “Solo había cartas para comunicarse con la familia, el teléfono era carísimo. Se rompía con tu lugar de origen. Ahora Internet no permite eso. La gente no rompe, solo compara, solo echa de menos: la comida, la bebida, las costumbres. No acaba de integrarse. Cuando yo llegué a Alemania hace veinte años las librerías como esta eran centros culturales. Ahora ya no funciona así”.

La librería hispano-francesa, en el corazón de la muy recta Georgenstrasse es, sobre todo, alemana. Un espacio rectangular, de unos cuarenta metros cuadrados, con librerías rectas, blancas (“las más baratas que había”), la línea de crujía entre el español y el francés. Los libros asomando a un único ventanal en el que se reflejan universitarios, bicicletas, paseantes, bebés colgados de sus padres. Ordenada. Limpia. Suave.

“Esta es mi primera aventura en solitario”, dice Cecilia, sonriente aún con la ilusión del que empieza. Como dijo el escritor Herman Hesse, en todo inicio hay algo mágico. Sin embargo, las cuentas son difíciles de cuadrar y Cecilia, en cuya casa los libros eran pilares, se queja de que no leemos, especialmente los que hablamos español. “Para esta librería no tengo muchas razones, pero sí tengo una inquebrantable. Mi amor por los libros. Yo soy una persona inquieta, con miles de metas, inestable, si quieres. Y tengo claro que en la vida tienes que hacer algo que te guste”.

La falta de propósito, o desconocerlo, nunca detuvo un amanecer y con esa misma constancia Cecilia reordena sus índices, las mesas donde se exponen libros de África, América y Europa. Como los perfumes y los venenos, en pequeñas dosis.

El puente de mando es un mostrador al fondo, casi encubierto tras botes de lapiceros, tarjetas y marcapáginas. Un sencillo portátil guarda las rutas de los planetas: qué libros están de camino, cuáles duermen ya en casa. “A veces he tenido llamar a alguien para decirle que ya me había comprado ese libro. Me dicen que sé muchos secretos porque conozco lo que leen, pero tengo muy mala memoria”.

Eso sobre la cubierta del barco. Pero en la carena siempre quedan restos de la navegación. Es imposible que Cecilia no recuerde porque sabe, investiga, se mueve. Ha vivido mucho y tiene opiniones claras.

“La librería de uno es un poco su biblioteca. Yo no puedo vender algo que no me gusta o que no sé lo que es.”

Sus ojos vivos se mueven de un cliente a otro y automáticamente cambia de idioma. Francés, español, alemán, inglés.  “Yo soy sobre todo camaleón. De profesión, de país, de idioma. En todos los países en los que he vivido, he vivido en casa porque esa era mi casa entonces. El concepto de patria no va conmigo. El ser humano es migrante por definición”.

Acepta mal los piropos por su multilingüismo. “El idioma es lo que sirve para entendernos, da igual si yo a la estantería la llamo librero, como decimos en México, si tú sabes a qué me refiero. El mundo es multicultural de forma natural, multilingüe. A veces solo contabilizamos las lenguas occidentales o europeas, cuando tenemos personas en países como Camerún o el mismo México que hablan una docena de idiomas”.

El pelo gris, ondulado, recogido con horquillas, los pendientes luminosos que caen sobre un pañuelo alegre. Todo se ondula cuando camina juvenil hacia el nuevo cliente, intentando provocar el flechazo con el libro adecuado. Con una voz suave, marinada de acentos, habla mientras desliza un dedo fino por los lomos de los que son aún sus libros. “Leer sí puede ser una pérdida de tiempo si no es el libro adecuado para ti”.

La librería de Cecilia está donde tiene que estar. En Maxvortstadt, la matriz donde se han concebido algunos de los personajes literarios que más cabezas han inseminado. Si por cada enclave literario hubiese una equis en el mapa de esta ciudad, Maxvortstadt sería una celosía.

Cuando Cecilia camina hacia su tienda pisa las mismas aceras que recorrieron los pintores Wassily Kandinsky y Franz Marc. Cuando se acerca a la terraza del café más próximo, cruza por donde en algún momento discutieron la palabra correcta Lion Feuchtwanger, Frank Wedekind o Hans Carossa.  

Maxvorstadt bulle. Es un barrio joven. No solo porque extendió la ya adolescente ciudad de Múnich hacia el pueblo de Schwabing, fusionando campos, casa señoriales y campesinas con edificios bajos de color pastel en grandes manzanas, sino también porque es un barrio que reduce en varios años la edad media de Múnich.

Hace poco el psiquiatra Guillermo Rendueles afirmaba que de la crisis por el coronavirus saldríamos desafortunadamente más dionisiacos y dispersos. Pero Cecilia se mantiene optimista en otros aspectos. “Quizá salgamos más cansados de estar todo el rato delante de una pantalla. Quizás se regrese más a lo local, a lo en vivo”.

El móvil daña al libro porque ocupa demasiado espacio. “Es un sumidero de tiempo. No me gustan las redes sociales, la librería tiene Facebook, no yo. En mi casa no hay Internet, ni televisión”.

“La principal consecuencia a largo plazo (de la falta de lectura) será la pérdida de paciencia. El tempo de un libro es completamente distinto. También la ortografía, entender las palabras. En la pantalla nos vale con que nos llegue el significado, pero no percibimos los matices, la vida de la palabra. Además, en los libros hay otros sentidos, como el olfato, o el tacto. Es un concepto diferente. Las pantallas nos quitan dimensiones”.

“El mundo cambia, hay que adaptarse. Yo no defiendo que desaparezcan (los móviles), yo lo que quiero es tener opciones. Que seamos capaces de elegir, de pensar. De cuestionar”.

Aristóteles distinguía tres niveles de amistad: por el interés, por afinidad y placer y cuando te interesa el bienestar del otro, el otro tal y como es. Bajo las estrellas, Cecilia cuida y se preocupa por el bienestar de sus amigos, los libros.

Hey you,
¿nos brindas un café?