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La supremacía blanca

En días en que Ivanka Trump, sin dejar de ser tema de farándula, hace mercadeo de su marca de joyas en sus apariciones públicas como “primera hija”; Jared Kushner -el marido- arregla sonreído su corbata en la portada de Forbes, con el pie de foto «El tipo que consiguió que Trump fuera elegido… «. El Telégrafo, aporta lo suyo a favor de la calma y la serenidad en tiempos de incómoda turbulencia, aconsejando no entrar en pánico porque hasta ahora Melania, «no ha metido la pata»… Mientras Alex Jones, teórico de la conspiración de histérica grandilocuencia mediática sin coto, fue perfilado en la sección de estilo del Washington Post… ¿es paranoia detectar una cierta deferencia hacia la clase ganadora, una subordinación un tanto básica a los vencedores, como si se tratara de asuntos inevitables de la naturaleza?

Después de la primera reacción horrorizada, apunta The Guardian (“Donald Trump, Stephen Bannon and how bigotry became a cool new trend” por Nesrine Malik): “Stephen Bannon, el presidente ejecutivo del sitio web de noticias Breitbart y el principal estratega de Trump, está ahora cada vez más perfilado en los medios de comunicación en términos casi halagadores. Como un «maverick», un «firebrand», de personalidad  «colorida», un «genio leninista que detesta el establishment detrás del trono»… esto es más que normalizar – esto es adulación”.

¿Es porque la prioridad de los medios de comunicación no pasa por ningún filtro ético cuando se trata de rendirse ante la celebridad y la exaltación de lo nuevo? ¿Es así que los nacionalistas blancos empiezan a dejar de ser una amenaza existencial para los Estados Unidos para convertirse en tendencia de moda, deslumbrantes y glamorosos aunque nerviosos, antihéroes con sus errores, pero “cuchis”?

Estamos presenciando una rápida progresión, no a favor de la normalización sino mucho peor, de la glamorización del nacionalismo blanco. ¿Será que los medios de comunicación se solidarizan con una élite que se les parece? ¿Es que la falta de crítica que aquieta los medios, cuando de aborrecer el racismo, la misoginia, la supremacía blanca, etc. se trata, no es asunto de moderación profesional sino genuina?

Dice The Guardian, muy bien dicho, que si se tratara de “torpeza, pereza o  fascinación mórbida, estos son privilegios de los fundamentalmente no afectados. Y que si hubiera más mujeres, gente de color y periodistas homosexuales en altos cargos mediáticos, sería otra la reacción cuando se lidia con racistas, sexistas u homofóbicos.”

¿Podemos confiar en este tipo de periodismo? ¿No son estos problemas de prensa exclusivos de países del tercer mundo? ¿O es que los medios al servicio del poder dictatorial, demagogo y opresor, es asunto que pasa donde quiera? ¿Es así como sucede: comienza con la vacilación, luego la deferencia y culmina en la colusión?

Aunque «alt-right» es nomenclatura útil desinfectante que de alguna manera exonera llamar las cosas por su nombre, no es secreto que lo que abraza es una ideología de pureza étnica, que abarca neonazis, supremacistas blancos e incluso al Ku Klux Klan.

Todo blanco… cae nieve…

La nieve para los que nacimos en el trópico es una especulación literaria, un exceso fotográfico. Cuando por exotismos viajeros nos enfrentamos a la nieve, los tropicales lo vivimos como un espectáculo de envergadura mágica.

No es cosa fácil de describir el sonido del viento de invierno que mueve los árboles desnudos hasta derribarlos. Lo más parecido para un caribeño es el sonido del mar cuando arrecia hasta el susto.

El paisaje nevado emociona, impresiona sentirse encandilado por el blanco todopoderoso, que lo mancha todo, que se instala en los resquicios revelando los volúmenes más humildes del bosque, tú sin poder sacar las manos de los bolsillos.

Más que un color, el blanco de la nieve es materia, es temperatura y suena. Las pisadas sobre la nieve son de índole extraterrestre, el suave craqueo sobre la humedad congelada no se parece al sonido de ninguno de los caminos que hayas transitado, ni de día ni de noche.

Es imposible no sobrecogerse ante la fuerza de la naturaleza en el caso de la nieve que se impone sin remedio. Siempre y cuando dispongas de los zapatos adecuados, los guantes y el gorro, el abrigo y la bufanda, cual cachapa de hoja mal amarrada, como un muñeco poco flexible puedes asomar tu curiosidad a lo que sólo parecían verdades extranjeras de postal, sin riesgos a vivir una pesadilla helada.

Puedes tratar de entender que un árbol desnudo no es por erosión o desastre de tormenta tropical, y así ensayar imaginar que esos mismos árboles ahora desterrados de la idea de salud, se volverán a llenar de verde. Como que aquí no ha pasado nada, como por arte de magia.

Las dificultades en la comprensión que los del sur tienen del norte,  va más allá de la conjugación de los verbos irregulares en inglés o del passé composé en francés… Porque el norte es más que una ubicación, más que un lugar en los paralelos que ascienden. Es naturaleza que se comporta de otra manera. Insospechada, extraordinaria, con una contundencia que enmudece. Las diferencias son de naturaleza. La de los árboles y la de las gentes. Por eso no hay que tomárselo a la ligera, con imitarlos no basta para pertenecer, y tratar de pasar agachado es un error.  Porque la belleza de todo el asunto es que cuando los del norte se bañan en el Caribe, llevan su nieve adentro. Y cuando nosotros nos aventuramos en el bosque nevado, llevamos el sol prendido adentro también. Y eso es lo que propicia la curiosidad, enriquece el intercambio, alimenta la relación en condición de respeto.

Siempre quise conocer la nieve. Cuando fui de niña al pico Bolívar no había nieve ese día. La primera vez que vi nieve fue ya grande, en Pocatello, Idaho y lloré sin saber por qué. Todavía, a pesar de que ya llevo varias nieves entre pecho y espalda, me dan ganas de llorar cuando la nieve se acumula. Por la maravilla del gesto de la naturaleza que se muestra sin pudor y también porque me sitúa en la distancia que tengo de mi mar de sonrisas irresponsables al calor de una birrita y una empanada de cazón. Porque la nieve queda lejos de los que buscan en la basura para comer en Venezuela. Porque mientras los esquimales tienen muchas maneras de nombrar la nieve, según sus delicados matices y variantes de la nieve con la que ellos conviven a diario, para nosotros la nieve solo es nieve, una palabra única en nuestro discurso que imagina. “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, decía Ortega y Gasset… Y es así que para mí lo blanco queda en el arroz, en el helado de coco y el azúcar de Celia Cruz… y en este exotismo que cae del cielo del norte que se llama nieve. No es nomenclatura de gentes ni poderes ni mucho menos superioridades. Así como el rojo tampoco es boina ni uniforme, sino cayena, labial, y zapatos de tacón cuando voy de fiesta.

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