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La sombra del ceibo y la corona del virus

Tenía que ser centenario. Es probable que sus primeras hojas hayan germinado cuando todo el distrito de Mata Redonda era una solo hacienda cafetalera, antes que se construyeran torres departamentales, televisoras, el Estado Nacional y se fundara el Parque Metropolitano de La Sabana.

El ceibo era de una estatura desproporcionada, no solo hacia arriba sino que se desparramaba en ramajes que como toldos vegetales, a cierta horas, con cierta perpendicularidad de los rayos del sol, cubría partes de la casa en sombras en las cuales se sentía su rocío.

Llovían tres de sus frutos: hojas, sus semillas que venían en una coraza lanceolada y, más o menos con los calores de la cuaresma, le salían unas flores anaranjadas en forma de puñal. Mi papá se quejaba de las hojas, que en la estación seca caían dejando una alfombra marchita sobre el patio, y en la época de lluvia el viento las arrancaba todavía verdes y turgentes de savia, que había que rastrillar. Cuando era niño, jugaba a sacar las semillas de sus corazas y regarlas, esperando que creciera una alameda de ceibos por donde pasara. De la flor no hay mucho que decir. Una flor es una flor. Y un anaranjado incandescente, en forma de guindilla o ristra, seguía siendo una flor. Y cuando los alisios la botaban entre una polvareda que daba golpecitos en el techo de zinc, seguía siendo nada más que una flor.

Lo cortaron, más o menos, cuando empezamos a escuchar del virus de Wuhan. Se estaba pudriendo y podía aplastarnos. No fue fácil. Trajeron a un aserrador que se subía como gato a ramas más arriba del tejado, desde donde podía ver las aguas viscosas del María Aguilar. Iban cubriendo desde tierra las ramas con cuerdas y poleas en una aritmética que me parecía más de naufrago que de leñadores.

Hubo un incidente en que la rama debajo del muchacho se rompió, aunque se salvó de herirse por el sistema de contrapesos funambulesca que hicieron, le dejó un pavor que lo hacía postergar cortar otra rama por días. Apenas podíamos escuchar las noticias con el sonido de las sierras mecánicas. Que se apilaban los muertos en Wuhan, que se expandía más allá, que la gente encerraba a sus familiares clavando la puerta por afuera.

Al final decidieron tomar medidas drásticas porque parecía que el tronco no se terminaba. Lo amarraron al enorme eucalipto arcoíris que está más abajo de la colina y con la fuerza quinésica de una bomba humana lo empujaron desde su base. No todos los árboles mueren de pie, Casona.

El coronavirus llegó al país en la forma de dos turistas en un hotel de la capital y un ginecólogo diabético. Los aislaron, la vida seguía como si nada mientras buscaban a todos quienes tuvieron contacto con los virulentos para hacerles el examen de sangre.

La vida siguió también sin el ceibo, pero quise tener un recuerdo, así que agarré un tronco no más grande que un cachorro. Al hacerlo, me di cuenta de algo sorprendente y es que la corteza tenía espinas. Desde niño había jugado alrededor de él y no me había dado cuenta. Con un machete lo desnudé y encontré su tejido acuoso, todavía le circulaba la savia, todavía sangraba el gigante. Era como pelar una papa. Tuve que dejarlo en una mesa de picnic a que se secara por un par de días.

Al poco tiempo todo cambió. Cerraron primero los negocios más cautelosos y los bares. Pero después se dieron órdenes gubernamentales y se fueron los gimnasios, los balnearios, los centros de enseñanza y piscinas públicas. De repente el coronavirus ya no parecía solo una gripe, o menos que una gripe como la gente se burlaba al principio. Pasaron decretos históricos: por primera vez en la historia Costa Rica cerró sus fronteras, los parques y plazas municipales se envolvieron en las cintas amarillas de la precaución. Y tuvimos al primer muerto, después al segundo. Un día había apenas una treintena de enfermos, al día siguiente veinte más y superamos los cien en menos de quince días. Escuchamos que en Italia morían más de trescientos en veinticuatro horas. Se desalojaron centros de rehabilitación y terapia física para hacer centros de enfermos. Hasta sobrevolaron al obispo con una imagen de la Virgen de los Ángeles. Y recibía la misma sorpresa al asomarme por la ventana donde faltaba el ceibo, como sonreír con un diente menos.

Cuando el tronquito estaba seco, fue momento de agarrar un papel de lija y alisar las asperezas, los huecos de donde salían hormigas vivas y las protuberancias de los vástagos. Al anochecer fui con mi hermana al supermercado. Se sintió más la burocracia de un aeropuerto que una compra de víveres: una fila para poder entrar en grupos, calcomanías en el piso que nos obligaban a la distancia social. Había estantes vacíos y racionamiento, solo se podían llevar tres latas de atún, como en tiempos de guerra. La gente se veía con desconfianza, todos éramos agentes patógenos en potencia.

Cincelé con torpeza RCG, mis iniciales, y 2020, el año. Hasta después me di cuenta que estaba dejando testimonio de un año histórico. El 2020, el de la peste. Ese tronco es un Boccaccio. Seguimos en cuarentena, igual que mil millones de personas. Desde la ventana (sin el ceibo) veo la autopista vacía, un ciclista solitario se mueve lento por la acera paralela, las noticias siguen hablando de la incertidumbre que trastoca nuestro día cotidiano, el desastre sanitario pero también el económico. En el escritorio descansa el tronco, como una momia en barniz.

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