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La respiración de la aventura

Pocas felicidades emocionan más que volver, en momentos incómodos de la vida, a los escritores que nos cambiaron la infancia para siempre, con aventuras, con gestos de coraje y arrojo, con abismos que nos acercaban al peligro con la intensidad del primer beso.

En estos días recuperé a uno de esos compañeros de ruta, Robert Louis Stevenson, gracias a la edición de sus textos en Páginas de espuma, reunida en tres tomos: Vivir, Viajar y Escribir. Organizada de esta manera, su obra es una incitación al conocimiento y una celebración de la curiosidad humana. Como diría Borges, “cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado’’.

Stevenson vivió 44 años. Comenzó a publicar en 1876. Y en dieciocho años dejó una obra plagada de cuentos, novelas, crónicas de viaje, poemas y ensayos. No pudo acabar siete novelas que le quitaban el sueño.

Sus obras completas suman 28 volúmenes, algunos con éxitos notables, como El extraño caso de Dr. Jekill y Mr. Hyde, que en diez años vendió 250 mil ejemplares. O La isla del tesoro, quizás uno de las novelas más perfectas y queridas por sus lectores de todos los tiempos.

¿Puede un escritor de aventuras nacer en mejor cuna que en una familia de constructores de faros? Stevenson fue un hijo único que vino al mundo con una salud frágil. Tuvo la suerte de tener un abuelo que le contaba historias salvajes.

Hijo de una familia acomodada, con una salud endeble, no asistió a clases y recibió instrucción privada en el hogar. La niñera que se hizo cargo de su formación, Cummie, era afecta a las historias truculentas.

Su padre quiso que estudiara ingeniería náutica, para que trabajara en el negocio familiar, pero Stevenson tuvo fuerzas para oponerse a la figura paterna y convertirse en abogado, tan sólo para tener un título. Porque desde que oía las historias de su abuelo supo que sería un aventurero y un narrador de historias.

Lejos de la mirada severa y exigente de su padre, Stevenson entró en contacto con delincuentes que se reunían en tabernas de mala muerte. Allí comenzó a beber alcohol, mala costumbre para quien padecía tuberculosis. Pero en esos infiernos, y en las páginas de sus lecturas, forjó el talante de un caballero imperturbable.

En París se enamoró de una mujer americana, con tres hijos. Se llamaba Fanny Osbourne, era mayor que él, había tenido mala suerte con los hombres y una desgracia la llevó a perder un hijo en la capital francesa. Desalentada de la vida, regresó a California. Stevenson le prometió que la iría a buscar.

Su padre le negó apoyo y sus amigos le aconsejaron que no enfrentara ese viaje con su salud. Tuvo que trabajar tres años para conseguir recursos, cruzar el Atlántico y depender de trenes de carga para atravesar Estados Unidos, desde el este hacia el oeste. Al llegar a San Francisco, tuvieron que hospitalizarlo, pero finalmente se casó con Fanny Osbourne.

Vivieron primero en Escocia, después al sur de Inglaterra y más tarde en New York, pero en 1888 emprendió un viaje sin retorno hacia los mares del Sur. Se fascinó con la cultura de la Polinesia. En Samoa encontraron un destino y un nuevo nombre, Tusitala, como lo llamaban los aborígenes, que no era otro que su mejor carnet de presentación: contador de cuentos. Murió el 3 de diciembre de 1894, de un derrame cerebral. Intentaba preparar una ensalada. Allí lo encontró “la vasta y vaga y necesaria muerte’’ (Borges dixit).

Sus mejores textos, memorias, crónicas de viaje o novelas de aventuras, son un antídoto contra la estupidez humana. Si usted, estimado lector, tiene la mala suerte uno de estos días de tropezarse con un insulto de Pedro Carreño, busque un libro de Stevenson. Confirmará conmigo que la vida puede ser otra cosa. Hágame caso.

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