Pareciera ser una tendencia irreversible. Una señal del ocaso de la “modernidad” que deja su lugar a un nuevo tiempo. Los Jefes de Gobierno y de Estado aspiran a “poderes fuertes”. Decimos, a una autoridad capaz de condicionar todos los estamentos de la sociedad. Los poderes públicos “in primis”. No importa si, al limitar la autonomía de las instituciones fundamentales del Estado ponen deliberadamente en peligro el sistema democrático, cuyo equilibrio es el único dique al autoritarismo desenfrenado antesala a la dictadura.
El premier italiano Matteo Renzi, por ejemplo, impulsa una reforma constitucional que otorgaría más poderes al Ejecutivo. La reforma, de ser aprobada por las dos Cámaras – léase Diputados y Senadores – transformaría el andamiaje constitucional. Y relegaría al desván de los recuerdos el ‘bicameralismo perfecto’ que Alcide De Gasperi, uno de los padres constituyentes italianos, quiso con fuerza. No fue, el suyo, un capricho. Temía que una sola Cámara de Representantes pudiese transformarse en una ‘asamblea jacobina’ capaz únicamente de seguir al demagogo de turno.
¿Evolución o involución? Las opiniones son discrepantes. En fin, depende del prisma a través del cual se mire. Sin duda alguna, los peligros de desviaciones autoritarias están a la vuelta de la esquina. ¿De qué extrañarse? Sin embargo, el contexto europeo, en el cual se desenvuelve Italia y la fortaleza de sus instituciones, representan un freno a cualquier pretensión autoritaria o proyecto personalista.
Las circunstancias en América Latina, es evidente, son distintas. Y no tan sólo porque, por la influencia que ejercieron los Estados Unidos, nuestros países se orientaron hacia un sistema de gobierno presidencialista o porque, a diferencia de lo que acontece en el Viejo Continente, no existe un proceso de integración avanzado y maduro, capaz de moderar las ambiciones de los ‘caudillos’ modernos y cerrar las puertas a proyectos autoritarios.
En una encrucijada. La elección en Colombia del presidente Juan Manuel Santos, por un segundo período, y la candidatura en Brasil de la presidente Dilma Rousseff, quien aspira continuar en su cargo, ponen de nuevo al centro del debate la ‘reelección indefinida’ de los Jefes de Estado. La controversia cobra aún más fuerza, luego de la decisión del presidente Santos de impulsar una reforma constitucional que elimine la reelección, de la cual el mismo se ha beneficiado, para ampliar de cuatro a cinco o seis años los períodos presidenciales.
Hasta ayer, la tendencia general en el hemisferio fue a la ‘reelección indefinida’. Los padres constituyentes de América Latina, mirando hacia el futuro y conocedores de la miseria humana, consideraron prudente poner límites a las ambiciones de los líderes políticos. Y lo hicieron pensando en especial a los ‘caudillos’. Decimos, a los líderes carismáticos, populistas y demagogos. En algunos países se estableció la reelección inmediata por un sólo período constitucional; en otros, esta se prohibió tajantemente, permitiéndola sin embargo por períodos no consecutivos. El extinto presidente de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, destapó la ‘caja de pandora’. Fuerte de su liderazgo, y aprovechando la debilidad de una oposición en crisis, propuso y obtuvo la aprobación de una reforma que le permitiese mantenerse en el poder. Poco más tarde, siguieron el mismo camino los presidentes de Nicaragua y de Ecuador.
Los paladines de la ‘reelección indefinida’ esgrimen argumentos persuasivos. A saber, sostienen que el pueblo ‘soberano’ es el único con derecho a decidir si aprobar o reprobar una gestión presidencial, si premiar o castigar a un Jefe de Estado. Y, si a ver vamos, razones no les falta. Tampoco faltan argumentos a quienes sostienen que 4 o 5 años son insuficientes para cumplir con un programa de gobierno integral. A veces, acotan, ni 10 años lo son.
Los detractores de la ‘reelección indefinida’, a su vez, explican que ésta es la antesala al autoritarismo, en especial en países en los cuales los demás poderes del Estado no gozan de libertad y, mucho menos, de autonomía. En fin, en aquellas naciones en las cuales los poderes publicos ya no representan un elemento de equilibrio. Y, de ahí a nuevas formas de dictaduras el trecho es muy corto. De hecho, los gobiernos militares tradicionales del pasado, que tanto daño y dolor causaron a nuestro hemisferio, han dejado su lugar a formas más sutiles de poder. Decimos, la represión y la coherción no se ejercen ya a través de la violencia, el uso de las armas y la tortura física. Vestigios del pasado. Los gobiernos autoritarios, hoy, aprovechan de los instrumentos que pone a su alcance el sistema democrático: poderes públicos sumisos, complacientes y obedientes.
Es evidente que la ‘reelección presidencial’ – hasta la “indefinida” -, en sí no representa peligro alguno. Las democracias modernas maduras suelen crear anticuerpos contra las ambiciones autoritarias desmedidas. Además, los padres constituyentes no escatimaron esfuerzos en la construcción de un complejo juego de poderes y contrapoderes capaz de mantener el equilibrio del sistema democrático. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿es este el caso de nuestras naciones de América Latina? ¿Son nuestras democracias, a pesar de las desventuras dictatoriales que sufrieron hasta en tiempos recientes, lo suficientemente maduras como para no caer en nuevas tentaciones autoritarias? ¿Y los poderes públicos, tienen la fuerza necesaria para oponerse a los proyectos de líderes descarriados y no caer sumisos a sus pies? Preguntas para la reflexión.