Si con mi muerte contribuyo a que cesen los partidos,
yo bajaré tranquilo al sepulcro.
Simón Bolívar
No hay modo de aproximarse cómodamente al análisis del desastre venezolano. La descomposición es grave, fuertemente arraigada en las cimientes de nuestra sociedad. No se trata solo de un gobierno desnortado, cuyo propósito devino, si no lo fue siempre, en la descarnada preservación del poder. Hay, sin dudas, una oposición igualmente extraviada e incapaz de mayores éxitos. La conclusión es una sociedad disociada de su liderazgo, sea aquel que ofreció freír cabezas y avanzar en una revolución socialista o el que obra con soberbia y desoye el clamor de una nación depauperada moral y materialmente.
Son duras estas palabras, sí. No por ello, inciertas. Más allá de lo que puedan decir las encuestas sobre el liderazgo, en su mayoría deslucidas y poco creíbles, el pueblo llano, esa ciudadanía anónima que a diario lidia las desgracias de un gobierno desatinado al que solo le interesa mandar como el mayoral en las barracas, les desprecia a todos ellos por igual. Si es justo o no, poco importa. La realidad cocea como un burro, aunque esa dirigencia haga mutis mientras de sus representados recoge escupitajos.
Recuerdo las palabras de un profesor en la facultad de derecho de la UCAB, hace ya más de tres décadas, cuando el dinero fácil y el festín interminable todavía encandilaban a los venezolanos (a pesar del amargo despertar que representó para una sociedad tarambana el Viernes Negro en febrero de 1983): nada nutre más una tiranía que la apatía ciudadana. Como ocurrió los años siguientes al golpe de Estado de 1992 (que hoy, la revolución pretende incluir entre nuestras fiestas patrias), la gente podría ser enamorada de nuevo por un grupo de felones animados más por un caudal de resentimientos contenidos y un apetito voraz por el poder, que por un plan coherente para superar la crisis. Sin dudas, no sería inédito.
Del gobierno revolucionario, como del escorpión ponzoñoso, poco espero, y mis expectativas sobre su conducta no son optimistas. Por lo contrario, sospecho siempre. En cambio, de la oposición esperaba más, como creo, también cientos de miles de ciudadanos. Sin embargo, luego de dos décadas de gestión revolucionaria y de casi una veintena de elecciones fallidas y resultados dudosos, vuelven al ruedo los mismos dirigentes con la misma estrategia: ir a votar.
Apuntan unos triunfos pírricos, como el de la gobernación de Barinas o el de las recientes elecciones en la UCV, que, ciertamente, jamás han amenazado el poder. Obvian que, cuando en verdad les ha emboscado su hegemonía, como Jalisco, han arrebatado la victoria. Los dos casos más notorios han sido el rechazo a la reforma constitucional en 2007 y desde luego, el triunfo en las parlamentarias del 2015. En ambos casos, con maniobras politiqueras, valiéndose del control sobre los demás poderes públicos y órganos desconcentrados, anularon la soberana decisión del electorado.
No nos engañemos. Su fin último es – y ha sido siempre – el ejercicio hegemónico del poder y su preservación a cualquier precio, aun si este supone sodomizar al Estado de derecho y reprimir cruentamente a los ciudadanos. Ya lo han hecho.
Estancados en una narrativa impuesta por el régimen para capar toda posibilidad de cambio, la oposición no debate, no crea soluciones. Cada uno en su minúsculo mundillo, acompañado de aduladores de oficio y oportunistas, cree ser amo y señor de la verdad. Mientras, a pesar de lo que algunos puedan afirmar, seguramente más interesados en otros asuntos, los venezolanos padecen penurias de tal calado que se aventuran a atravesar ese infierno que es el Tapón del Darién. Ir a la muerte voluntariamente solo lo hace quien ya se da por muerto y, por ello, cree no tener nada que perder.
El descontento crece. Si del anonimato emerge otro salvador, como Chávez emergió en febrero de 1992 con un golpe injustificado que animó a la gente a disfrazar a sus hijos como los insurrectos en las fiestas carnavalescas de ese año, el pueblo lo llevará en hombros hasta Miraflores, y, como no ha sido escaso en el curso de la historia del mundo, hacer de un sueño brevísimo una pesadilla interminable y, posiblemente, peor.
Urge pues, el diálogo. Sin embargo, este sería estéril si antes no concilian las facciones opositoras sus posturas y, primando a los venezolanos sobre sus cargos, acuerdan un pacto que no solo abarque la transición de este modelo fracasado a otro genuinamente democrático, sino su eventual viabilidad en el tiempo. Desgraciadamente, la pugna por cargos vacíos y el desprecio por aquello que no se ajuste a las ideas propias ha sido, y aún es, la principal fortaleza de un régimen desgastado y repudiado por los ciudadanos.
Si realmente tienen interés en una genuina transición y la institución de un Estado democrático y próspero, deben aceptar que la oposición la conforman todos los que se oponen al gobierno, aun aquellos que alguna vez compartieron el convite, y construir una unidad real allende una frágil alianza electoral que ya en otras ocasiones, dirigentes descontentos han reventado, como ocurrió recién en las regionales del 2021 con Ecarri en Caracas y la pugna entre Uzcátegui y Ocariz por la gobernación de Miranda).
No es solo el G4, que, al parecer, anhela monopolizar la vocería opositora (quizá con el ánimo perverso de perpetuarse como oposición), sino todas las facciones que hoy, tanto como en los días últimos del Libertador, fracturan la unidad frente a un objetivo común. Desde Vente Venezuela y María Corina Machado hasta el «chavismo disidente», incluyendo a todos esos partidos minúsculos que orbitan alrededor de las cuatro organizaciones más ruidosas, deben aunar fuerzas en la construcción de un muro capaz de contener al gobierno para obligarlo a pactar su rendición. Habrá que tragar sapos. Siempre es así.
La Venezuela resultante, si quiere prevalecer, debe edificarse sobre el consenso de todos los venezolanos y no bajo la mirada totémica de un caudillo iluminado, único conocedor de las verdades y rector del destino.