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Guadalupe Loaeza

La princesa

Persona más transparente y honesta que Elena Poniatowska, no conozco. Más trabajadora y comprometida con su oficio que Poniatowska, no conozco. Y más culpígena y modesta que Elenita, no conozco. Así es nuestra Premio Cervantes, autora de decenas de libros de todos los géneros, nacida en París el 19 de mayo de 1932, y con más de 20 doctorados honoris causa y muchos premios de literatura, quien está a punto de cumplir 90 años. Se le ha metido en la cabeza que solo le quedan dos años, la edad en que murió su madre Paula Amor, por eso dice que «se tiene que apurar para dejar orden», especialmente en lo que se refiere a la fundación que lleva su nombre.

El amante polaco (Editorial Seix Bárral) su más reciente obra es nada menos que la historia de su antepasado, el último rey de Polonia, Stanislaw Poniatowski, a quien impusiera en el trono la emperatriz rusa Catalina la Grande. En el segundo tomo, Elena Poniatowska habla más de sí misma que en el primero. De allí que entreteja con su estilo inconfundible pasajes de su vida personal. «Entrevistar me abre la puerta a la sonrisa de Alfonso Reyes, Octavio Paz, Diego Rivera y Juan Rulfo. Recibir su amistad le da sentido a mi vida. En muchas ocasiones Mane me acompaña». A pesar de su corta edad, Mane solía esperar a su madre como si se tratara de un pequeño Job, personaje del Antiguo Testamento. La esperaba en la redacción de Novedades mientras Elena terminaba de entrevistar a médicos como Ignacio Chávez, Bernardo Sepúlveda, etcétera. Se podría decir que Mane era el perfecto acompañante de la escritora que corría del Monumento a la Revolución al Instituto Nacional de Cardiología, del Teatro Blanquita al Colegio Nacional y de la iglesia de la Profesa al Palacio Negro de Lecumberri. «Mane espera, espera mucho. Lo hago esperar». Tanta paciencia no haría más que incrementar en Poniatowska una culpa atroz.

Afortunadamente los domingos, un amigo de su madre, el espléndido dibujante Alberto Beltrán, miembro del Taller de Gráfica Popular, los llevaba a descubrir un México desconocido para la cronista: «…el México de las viviendas que van perdiendo altura hasta quedar al ras del suelo. Al regreso me pregunto: ‘¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy parada? ¿Hacia dónde moverme?'». Igualmente los llevaba a la torre Latinoamérica para que apreciaran la ciudad desde las alturas. Quiero pensar que Beltrán fue fundamental para los inicios del periodismo de Elena Poniatowska. Constantemente ponía un espejo frente a ella, a la vez que le decía que no sabía nada del pueblo de México. «Hay que ser útil», le decía constantemente, para en seguida criticar Los Trescientos y algunos más… de los que hablaba Elena en sus crónicas de Sociales. «No puedo fallarle a Mane», se decía de su hijo mayor. Respecto a Beltrán su madre le decía: «Allí viene tu amigo precedido por su gran mirada de desaprobación». A Elena este tipo de comentarios la dejaban indiferente, ella sabía que «él tiene todas las certezas y yo ninguna. A él le choca mi ambiente. (…) Nada de lo mío le gusta… ni la vajilla blanca con la N de Napoleón; para él todo es un bric-à-brac reaccionario… Lo amo pero me hace sufrir, lloro y Mane está de por medio». En esta misma época, entre cada entrevista, se preguntaba atormentada y con mucha culpa: «¿Cómo se salva un hijo? ¿Cómo se salva un país? ¿Cómo voy a salvar al mío con su X en la frente?». En esos años, Elena vivía ensordecida por el sonido de las teclas de su máquina de escribir. No dejaba de trabajar y de entregar sus entrevistas al periódico.

Un día que fui a comer a casa de Elena Poniatowska (en esa ocasión me había quedado hasta muy tarde), entre plática y plática, de pronto me preguntó abriendo sus ojos azules muy grandes después de enseñarme una vieja fotografía de ella y Mané en la Torre Latinoamericana, el pequeño niño con el cabello tan rubio como el de su madre aparecen contra las rejas de protección del último piso de la torre. «¿Quieres que te enseñe los dibujos que me hacía Alberto Beltrán?». En seguida, se dirigió a un clóset que se encontraba incrustado por debajo de las escaleras y de allí sacó varios cuadernos en formato oficio. Los dibujos eran preciosos, se asemejaban a los libros de cuentos antiguos para niños. Elena aparecía vestida de princesita, con una corona dorada en la cabeza y con un vestido todo hampón azul claro. En cambio, Beltrán se dibujaba, al lado de la princesa, como un sapo. Los trazos de la selva eran perfectos: en medio de los dos, se veían muchas plantas muy frondosas. El cielo límpido, con un sol brillante, se veía con todo su esplendor. Era un cuento de amor, entre un sapo que no se volvía príncipe y una princesa de verdad.

Para entender mejor lo anterior, hay que leer “El amante polaco”.

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