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La posverdad o el triunfo del desencanto

El Diccionario Oxford ha elegido como palabra del año el término “post-truth” o posverdad, un híbrido cuyo significado es “situación en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Aunque lleva más de una década entre nosotros, este término ha tomado especial relevancia a raíz de la salida del Reino Unido de la U.E. y de la elección de Donald Trump en EE.UU. Estos dos acontecimientos, junto con el fracaso del referéndum de las FARC en Colombia, son -para los defensores de este término- pruebas evidentes de la postverdad. Para ellos, Trump y el Brexit son expresiones inequívocas de falta de sentido común. Según esta concepción, por ejemplo, es verdad que Trump ha ganado las elecciones, pero también es una posverdad, porque esta elección no se hubiera producido sin las variables de la emoción, de la creencia o de la superstición. Pero, ¿cuándo no ha sucedido esto?

No creo que la postverdad sirva para explicar las complejas victorias de Trump o del Brexit. Sería demasiado ingenuo pensar que Trump o el Brexit ganaron solo porque los ciudadanos se levantaron ese día con un sentimiento equivocado. O sin sentido común. Tampoco podemos afirmar que Trump sea posverdad y Hillary, en cambio, la verdad. Existen, desde luego, circunstancias emocionales que pueden explicar las victorias del Brexit o de Trump, pero los movimientos políticos y sociales son mucho más complejos. Siempre ha existido el mensaje político dirigido a las emociones y siempre el político ha falseado la realidad para conseguir el voto de los ciudadanos. Son mecanismos de manipulación política utilizadas desde el principio de los tiempos.

Es cierto: la verdad hoy en día no tiene valor. Cada vez es más frecuente escuchar “esta es mi verdad”, cuando –en realidad- es la interpretación subjetiva de la verdad. Se trata de una devaluación del valor de la verdad. Y, en paralelo, de una devaluación de la falsedad como “anti-valor”. Es, desde el punto de vista moral, admitir como “aceptable” lo “inaceptable”. Pero esta es solo la punta de un enorme iceberg.

¿Por qué ha ganado Trump o el Brexit? ¿Acaso es porque se aceptan las mentiras como verdades? ¿O porque los ciudadanos se dejan engañar emocionalmente? Seguramente, todo ello y mucho más. Entre ese mucho más estaría el desencanto; el desencanto provocado por los mensajes ambiguos de la vieja política. Gracias a esos mensajes ambiguos, vagos, “happy”, el populismo ha crecido. El populismo vende verdades. Verdades absolutas. Y en tiempo de crisis, el pueblo quiere verdades absolutas. Aunque su fundamento sea falso. Por eso, el ciudadano medio prefiere al candidato que les trasmite el mensaje de que va a defender al país del terrorismo o de las drogas o del exceso de inmigración antes que aquel que niega la realidad de todos estos problemas.

Por supuesto, la posverdad existe, pero no es patrimonio de los favorables al Brexit o de los votantes de Donald Trump. La posverdad es una parte más –solo una parte más- de la crisis de valores sociales que padecemos. Los seres humanos del mundo moderno aceptamos las mentiras como algo normal, es cierto, pero además aceptamos la falta de honestidad, la falta de profesionalidad, la falta de rigor, la falta de compromiso, la falta de educación, la falta de respeto. Vivimos en la era de la postverdad, es cierto, pero también vivimos en la era de la postdignidad –preocuparse en parecer digno más que en serlo-, de la postprofesionalidad –tener más en cuenta el amiguismo que el profesionalismo-, de la posteducación –dignificar la estupidez de la ignorancia por encima del esfuerzo de la cultura-, etc., etc. Es la era que venera la imagen por encima de la esencia.

Al final, el problema no es que Trump nos mienta, o que apele al sentimiento o a la emoción para ganar votos. Todos lo hacen. El problema es que una parte de la sociedad está cansada de que aquellos que enarbolan la bandera de la democracia o de la dignidad sean igual de dictatoriales o de indignos que los que ya lo demuestran por sí mismos. Dice la frase histórica que “No basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo”. Hoy en día habría que decir que “No basta que la mujer del César parezca honesta, además tiene que serlo”. La responsabilidad de que personajes como Trump logren alcanzar una presidencia no es solo de los ciudadanos, que se dejan engañar emocionalmente o están limitados en su raciocinio, sino de aquellos líderes que dijeron ser honestos pero no lo fueron, que en un momento vendieron una imagen que luego vulneraron, que les falta arrojo para tomar decisiones difíciles en tiempos difíciles, que prefieren las dulces palabras a las acciones complejas. Del desencanto que producen estos pseudolíderes nacen los extremismos y los fascismos. Y esa es su responsabilidad en este hundimiento democrático y social que padecemos.

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