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Jeronimo Alayon

La pipa de Tarás Bulba

—¡Alto! He perdido mi pipa con el tabaco y
no quiero que caiga en manos del enemigo.

Nikolái Gógol, Tarás Bulba.

En medio de la huida para ponerse a salvo de los soldados polacos, Tarás deja caer por accidente su pipa, y al regresarse a recogerla, es apresado. Lo mismo que el tabaco de su cachimba, Bulba será quemado vivo más tarde como consecuencia de su error.

Estamos hablando de Tarás Bulba —una obra curiosa y excepcional en el paisaje literario del autor ruso Nikolái Gógol—, la epopeya trágica de un anciano héroe cosaco y sus dos hijos que narra cómo se enfrentan a los polacos católicos por defender la patria ucraniana y la fe ortodoxa. Bulba libra dos batallas al unísono, una externa en la que morirá su hijo Ostap, y otra interna en la que asesinará a su hijo Andréi para preservar el honor de la tribu.

Gógol fue, sin duda, un escritor prolífico para sus escasos cuarenta y dos años de vida y dueño de una pluma excepcional. En esta novela consigue dibujar al clásico héroe hiperbólico de la épica que, en este caso, es también trágico. Su contorno descomunal casi nos haría calificarlo de truculento por su carácter a ratos exagerado y cruel, de quien el narrador dirá que era «uno de esos caracteres que solo podían desenvolverse en el siglo XVI, en un rincón salvaje de Europa».

La historia se desarrolla en tierras ucranianas ocupadas por polacos en pleno siglo XVI. El asunto de fondo se debate entre el nacionalismo y la religión, los dos motores que impulsan la acción épica y que Gógol se preocupa de simbolizar respectivamente en Ostap y Andréi. Aquel es apresado, torturado y ejecutado por los invasores. Es lo que diríamos hoy un preso político. Este, en cambio, es un rehén sentimental: se ha enamorado profundamente de una noble polaca cuando estudiaba en un seminario ortodoxo de Kiev, y en plena guerra se cambia de bando al constatar el horror que vivían la doncella y su gente durante el asedio al castillo de Dubno. Esta deshonra será cobrada con la muerte por mano de su propio padre.

Tarás pierde a un hijo en el fragor político y al otro en medio de una turbulencia sentimental que se mezcla peligrosamente con la religión, metáfora magistral de lo que ambos excesos, el fanatismo nacionalista y el religioso, pueden arrebatar a quienes padecen estas fiebres del espíritu. Hasta aquí pareciera que nada guarda relación con la pipa de Bulba, pero es solo una apariencia de la que ya nos ocuparemos…

Una pipa no es un signo baladí. Si lo fuera, Magritte no se habría tomado la molestia de levantar una tormenta de polvo con su cuadro Ceci n’est pas una pipe ni Michell Foucault de gastar tinta en casi un centenar de páginas filosofando sobre dicha pintura. «Mi propósito es hacer visible el pensamiento», diría el pintor belga. Me quedo con eso, y con el intento, afortunado, del pensador francés por convencernos de que ni lo igual ni lo diferente, cuando son absolutos, pueden ser subsidiarios del orden y del conocimiento. Esto es lo que subyace en el fondo de la cuestión y, por supuesto, la pregunta ¿por qué aquel y no otro objeto?

Empecemos por el final. La primera vez que aparece una cachimba en la novela viajan juntos el viejo y sus dos hijos a la guerra: «Aprieten sus pipas con los dientes, espoleen sus caballos y corramos de modo que no pueda alcanzarnos un pájaro», dice el padre a los jóvenes para exorcizar el silencio reflexivo en el que van sumidos los tres. Esta no es la pipa de Sherlock Holmes, símbolo de inteligencia. En Tarás Bulba lo es del poder cosaco, y el tabaco —lo mismo que el aguardiente— era hábito gallardo de aquellos caballeros. Por tanto, la pérdida de la pipa era un deshonor, y más si caía en manos del invasor.

La última vez que se menciona el susodicho objeto en la novela es en el desafortunado episodio que le costará la vida a Tarás, y en el que el narrador subraya que «su pipa y su bolsa de tabaco [eran] sus dos inseparables compañeros, en mar y en tierra, en los combates y en la casa». Aquella cachimba era ya una prótesis ontológica del héroe cosaco.

En todo acto de fumar se inhala y exhala, pero una de ambas operaciones es de absoluto dominio silente, la primera. Por consiguiente, la pipa tropológicamente flota sobre un lindero entre lo mítico-religioso y lo racional. Aquí es donde el cuadro de Magritte y el ensayo de Foucault se tocan con Tarás Bulba, y no causal o consecuentemente, sino de un modo analógico.

Aquella pipa de Tarás es símbolo de lo que intenta separar lo razonable de lo que no lo parece. El acto de regresarse por ella es irracional, pero en el corpus narrativo de la novela es absolutamente lógico, verosímil: a un hombre que ha perdido sus dos hijos (uno de ellos deshonrado) solo le queda el honor de sus símbolos, y, sin embargo, la custodia de ese valor será el que le privará de la vida. En esto radica la tragedia de Bulba en tanto que héroe, en no poder escapar del fatum. Su cachimba es el disparador de la hamartia, el error trágico —según lo concibe Aristóteles en su Poética— que accionará el desenlace letal.

Al final de la novela están muertos Tarás y su descendencia, pero hemos olvidado a alguien cuyas «gruesas lágrimas» han sido derramadas con muchísima antelación: la madre, la que con tristeza miraba cómo el marido rompía vasos y ollas en señal de la minusvalía del hogar ante la refriega épica, aquella que la última noche peinó los cabellos de sus hijos entre sollozos antes de despedirlos para siempre, la misma cuyo esposo privó de su derecho de progenitora cuando sentenció al vástago traidor, mosquete en mano, así: «Yo te he dado la vida, yo te la quitaré», ese mismo hijo a quien en su día advirtió: «No escuches a tu madre, es una mujer y no sabe nada… ¿Ven ese sable?, pues esa es la madre de ustedes».

Tarás Bulba exhibe el mundo cosaco, pero hay una escandalosa ausencia de la mujer, que el narrador advierte como «digna de lástima». La pipa por la que se regresa el anciano no solo es el símbolo del honor perdido, es, por sobre todo, alegoría de la Ítaca infausta y trágica, a la que se vuelve por error y donde no aguardan la amada ni el hogar, sino la muerte. Ahora, teniendo ante mí un facsímil del cuadro Ceci n’est pas una pipe, de Magritte, me pregunto, sin ironías, si aquella, la del héroe, era realmente una pipa…

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