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Juan Pablo Gómez
viceversa magazine

La peor de las crisis en Venezuela: la de las palabras

“Es extraño que para acallar la mente haya que usar tantas palabras”

Rafael Cadenas

Tal vez ninguna crisis en todo el mundo sea tan constante y sostenida como la del lenguaje. Pero el caso particular de eso que entendemos como nación venezolana es dramático: en pocos lugares la palabra ha sufrido tal nivel de vejación, abuso y tropelía de forma tan masiva, indiscriminada y con unas consecuencias tan nefastas. No es que este fenómeno –tan doloroso- sea nuevo, pero sin duda se ha extendido e intensificado de un modo tan perturbador en las recientes décadas que habría que entablar una lucha firme y persistente desde ya para intentar mitigar y, quizás algún día, empezar a revertir sus trágicos efectos.

Venezuela siempre ha sido un lugar de precariedad también en términos de lenguaje. No es que no tenga usos, tonalidades y giros lingüísticos fascinantes y elocuentes; tampoco se trata de que sus habitantes no sean anímicamente expresivos. A lo que me refiero es a una especie de incapacidad general para la toma de consciencia del valor enaltecedor que tiene la lengua para nuestra cultura: saber expresarse, utilizar cabalmente los vocablos, precisar los significados haciendo usos ajustados de los términos, elaborar discursos provechosos, enriquecer el vocabulario y, sobre todo, hacernos disfrutar en un sentido profundo, unos a los otros, con las palabras. En Venezuela, eso es cosa de pocos.

Las causas, qué duda cabe, son múltiples y encuentran parte de sus bases en la precariedad del sistema educativo, en la limitada capacidad intelectual que proyectan los medios de comunicación masivos y en la pertinaz chabacanería de nuestras principales figuras de referencia, sobre todo en el ámbito político. Un país que ha sido sometido a un uso agresivo y violento de las palabras de forma reiterada y masiva desde hace 20 años no puede sido emular esa hostil forma de expresión. El daño ocasionado por el abuso de alocuciones a través de cadenas de radio y televisión durante décadas es incuantificable. La mayoría de esas alocuciones carecían de sentido, de anuncios relevantes o comunicación de medidas importantes. Y, en cambio, la charlatanería, la procacidad, la hostilidad y el sectarismo eran frecuentes y fueron minando el civismo de nuestra colectividad de una forma tan evidente que basta cualquier intercambio verbal con cualquier individuo de función pública para corroborarlo: el maltrato se convirtió en nuestra forma de comunicación más vigente.

Cualquier figura pública que se dirige a la colectividad debería resguardar con sumo celo y pudor todo lo que implique formas, modos y uso de palabras, porque su efecto ejemplarizante es de una contundencia inconmensurable. El auditorio (en este caso, el país entero) empieza a imitar las virtudes o los defectos que le son transmitidos. La palabra justa y bien empleada se convierte en un bien educativo y un elemento de formación inconsciente increíblemente poderoso; pero el discurso chabacano y soez, como contraparte, puede ser el más letal y determinante de los elementos que contribuyan a la degeneración de la vida cívica y a la descomposición social. Ni siquiera hablo acá de ideologías, ni de programas de gobierno o proyectos de país. Precisamente, porque todos los que no intenten “limpiar” y depurar sus propias formas de presentación y expresión, estarán destinados a arruinar: y no precisamente se trata de la ruina de sí mismos, sino de la ruina de la sociedad en la que puedan instalar su “discurso”. Podemos decirlo sin ambages, el chavismo es un estruendoso fracaso por múltiples motivos, pero el “uso” que ha hecho del lenguaje es el más destacable de todos. Eso sí: en términos de carácter alienante y reduccionismo del pensamiento ha sido sumamente eficaz y por ello se ha ido perpetuando en el poder, porque detrás de su ingente promesa barredora de todos los errores previos, se instaló en el imaginario macabro del resentimiento crudo disfrazado de regeneracionismo. Es decir, con la promesa de solventar mesiánicamente todos los errores históricos basados en la exclusión social de los desfavorecidos, se convirtió en el peor de los errores históricos y en el más excluyente de todos los sistemas: ahora toda la sociedad ha quedado excluida de la vida digna. Casi una plaga bíblica.

Ese es el vínculo primordial entre el lenguaje del hombre y su mundo: dignificar su existencia. En términos de sistema democrático, respeto a las formas. ¿Cómo se traduce eso? Fortalecimiento sincero y natural de las instituciones: desde una universidad hasta una oficina pública, desde una notaría hasta un ministerio. Las instituciones están conformadas por personas y por eso mismo son susceptibles de ser corrompidas y malogradas, pero para eso se implementan mecanismos de control, de depuración, de desintoxicación. Una y otra vez. Incesantemente. Es un trabajo continuo y siempre en gerundio. Pero arrasarlas –con la excusa de que son “ineficientes”- no hace sino contagiar a la sociedad del espíritu arrasador del “todo vale” y las consecuencias son la carencia de límites, por un lado, y por el otro, la desvirtuación de las funciones de los agentes del Estado: policías que roban, comandos anti extorsión que secuestran, notarios que falsean, jueces que prevarican, fiscales que alcahuetean, guardias que contrabandean, protectores al consumidor que bachaquean, tesoreros que desfalcan, defensores del pueblo que oprimen, militares que trapichean. Y pare usted de contar.

Cualquier proyecto que esboce cambios políticos, sociales y culturales debe atender decididamente a la problemática del lenguaje: recuperarlo para que se convierta en el elemento cohesionador que dignifique. Preocupa mucho ver emulaciones de arrebatos lingüísticos en personas que promueven alternativas políticas al gobierno. Hay que hacer notar la diferencia en fondo y forma siempre. No caer nunca en el dicharacherismo, el excesivo coloquialismo y la charlatanería para captar a un potencial elector; al contrario, hay que lograr el respeto de ese elector, aunque vote por otro. Porque la sociedad entera gana en respeto y en dignidad, que es lo más urgente que debe recuperarse. La verdadera resistencia es aquella que robustece la civilidad y la deja incólume, aún en las circunstancias más desesperadas. Y el cambio empieza en el lenguaje.

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