Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

La pasión déspota en Venezuela

Todo poder es una conspiración permanente

Balzac

El gusto universal por las tiranías es tan viejo como la organización social de la humanidad. El poder es placentero y, por tanto, adictivo. Ya desde Pisístrato en la antigua Atenas o Cipselo en la antigua Corinto, la tiranía surgió como reacción de las clases populares y medias, por así decir, contra las oligarquías dominantes y opresivas. De la revuelta popular (que puede tener muchas formas) se encumbra a un líder carismático que dirigirá esta especie de liberación masiva al estilo mesiánico. Siempre ha sido la misma historia y siempre culmina igual: el remedio es peor que la enfermedad. Ese líder carismático sobrevenido por la gracia de la voluntad popular inicial, luego se hace con el control de los resortes del poder y descubre que puede perpetuarse en el cargo y decide hacerlo: por medio de prebendas y beneficios a los colaboradores cercanos poderosos, termina por asentarse y buscando las formas (leguleyas, burocráticas o forzadas) de instaurar la tiranía, que siempre irá disfrazada de “gobierno popular”. Oprimirán con más fuerza aún que los anteriores oligarcas porque lo harán en nombre del pueblo, del mismo modo que los fanatismos religiosos cometen los peores genocidios en nombre de Dios. El enemigo siempre será otro: la oligarquía, los terratenientes, los comerciantes, el capital, los poderes fácticos, las potencias extranjeras pero disimuladamente se aliarán con estos mismos poderes fácticos para generar un nuevo orden opresivo con otros rostros, otros dogmas, otras formas pero el mismo fondo de siempre o incluso peor.

En Venezuela este ciclo lleva 200 años de ritornelo, con una gama de variantes y matices tan rica que siempre cuesta asimilar y comprender del todo. Cuando Bolívar proponía la Constitución boliviana para la Gran Colombia, ya el proyecto estaba despedazado en la práctica y las facciones (Santander, Páez, Flores, los godos bogotanos, etc.) urdían sus cuotas de dominio y control. Sin embargo, el Libertador dándole aires a su megalomanía proponía: “El Presidente de la república viene a ser en nuestra Constitución como el sol que firme en su centro da vida al universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquía, se necesita, más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos, los hombres y las cosas. Dadme un punto fijo, decía un antiguo, y moveré el mundo”. Por supuesto, Bolívar estimaba que lo sensato era que él mismo ocupara esa primera magistratura casi monárquica, y tenía ya a su sucesor natural: Sucre. Como era previsible, a nadie le causó gracia semejante propuesta que además, ni siquiera escondía la pretensión del control vitalicio. Pero Bolívar era lo suficientemente inteligente para someter su idea al escrutinio constituyente y así poder, si colaba, darle legitimidad a su pretensión. No lo logró, entre otras muchas cosas, porque los nuevos poderes fácticos constituidos con la independencia tenían que ver qué hacían con el propio Bolívar, un estorbo desmesurado. Lo urgente era eliminar su persona y utilizar su nombre. La Cosiata y la conspiración septembrina fueron puntos de inflexión de un complejo proceso que llegó a su clímax el 27 de diciembre de 1829, fecha en la que Páez y la Asamblea venezolana desconocen la autoridad de Bolívar y del gobierno colombiano. A Bolívar le quedó un amargo año de una vida reducida a cuitas. Así nació realmente Venezuela: con el impulso militarista de la emancipación, un desproporcionado baño de sangre en la lucha independentista y un entramado conspirativo revuelto del que salió pescando airoso Páez, instaurando una especie de paz y conservadurismo pragmático que iría, a su vez, gestando los descontentos de los “liberales” y que terminarían encontrando cauce en la Guerra Federal.

El siglo XIX venezolano fue tan grotesco que aún no puede concebirse en su dimensión justa. Entre la imagen de Boves, ordenando a sus huestes de pardos y negros violar, torturar y descuartizar a las damas criollas (muchas de ellas partidarias del absolutismo colonial de Fernando VII) en las haciendas arrasadas, hasta el embalsamamiento de Pedro Lander (fundador del partido liberal) que, siendo cadáver, estuvo sentado en su escritorio 43 años recibiendo a los personeros políticos liberales que esperaban señales o consejos desde el más allá, uno comprende que lo real maravilloso o el realismo mágico fueron categorías estéticas demasiado tardías y, en muchos aspectos, hasta ingenuas comparadas con nuestra historia más prosaica: un horror sostenido e incomprensible que siempre ha tratado de edulcorarse con el malgastado y triste tópico de la gesta heroica.

Platón creía que los únicos aptos para gobernar eran los sabios, los filósofos (aquellos que luchaban por conocer o alcanzar la verdad, que era a la vez bondad y belleza, categorías éticas y estéticas simultáneas) y la paradoja estriba en que, justamente, un verdadero sabio no quiere gobierno. Platón también creía que el Estado –en su concepción ideal- debía ser un macro reflejo del alma humana, y que dentro de toda organización social hay un ansia de excelencia, de bien colectivo. Pero el poder es peligroso porque nubla el sentido, enturbia la perspectiva y corrompe el alma. Tal vez el alma humana no sea tan buena, si nos atenemos al reflejo que el Estado proyecta; o tal vez ha habido una nefasta coincidencia de protagonistas políticos poco lúcidos y poco propicios para nuestra necesidad histórica.

Hey you,
¿nos brindas un café?