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La palabra proscrita

«Estas instituciones (las occidentales) reposan sobre una ideología y un sistema de valores subyacentes que las justifican y las sostienen: el liberalismo. Podría resumirse en la fórmula del artículo 1° de la «Declaración de derechos del hombre y del ciudadano proclamada por los franceses en 1789: Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho».

Maurice Duverger

He citado un libro que ya cuenta más de cuatro décadas y aun así siguen vigentes sus postulados. El profesor Maurice Duverger define al sistema occidental con una palabra que los izquierdistas aborrecen: plutodemocracia (Las dos caras de occidente, 1975). Esto se traduce como el orden político que se cimienta tanto sobre la voluntad popular como los intereses económicos. Sin llegar a la tesis de la lucha de clases, sí hay en las democracias occidentales un relativo equilibrio entre los intereses ciudadanos y los de los dueños del capital. Sin embargo, pese a este aparente forcejeo, sociedades culturalmente diferentes han funcionado bajo este modelo y hoy, sin lugar a dudas son prósperas y no pocas veces calificadas como primer mundistas.

Estados Unidos, las naciones de Europa occidental e incluso otras tan distantes como Japón y Nueva Zelanda se consideran «occidentales», y sin dudas resulta difícil de tragar que esos países padezcan los rigores que sí aquejan, aquellos que pese a su desplome en la década de los ’90, insistan con un modelo probadamente fallido.

Venezuela cayó en manos de un grupúsculo que desde hace más de medio siglo viene conspirando para imponer un orden socialista clásico, como ese que persiste en ese matacán paupérrimo que es la Cuba de los hermanos Castro. Un cónclave de amotinados enamorados de una revolución fraudulenta liderada por el peor felón que haya parido América Latina. No creo que esa camarilla de insubordinados renuncie al ejercicio del poder dócilmente ahora que son gobierno, y para ellos, la palabra plutodemocracia es una palabra muy fea… una blasfemia contra sus dogmas.

Creen en el socialismo, y no por azar, en el último congreso del Psuv se citó a Carlos Marx y se habló sin remilgos de comunismo, de socialismo, y debo colegir que también de abolición de la propiedad privada y de la institución de ese esperpento abandonado aun por países comunistas: las comunas (o por su nombre ruso, soviets). Sin pudor, hubo voces que hablaron en los medios de poder hegemónico, de no ceder espacios, de avanzar como una tropa de buenos revolucionarios en la cotidianidad de los venezolanos, para transformarnos en los buenos salvajes que según la mitología arrastrada por los colonizadores desde el Viejo Continente, fuimos antes de la ominosa llegada de la civilización. No nos engañemos, la élite nos está robando el país y, hasta hoy, no han encontrado mayores obstáculos…y se me antoja suponer que no los han hallado porque a la mayoría de los líderes opositores también les incordia la palabra plutodemocracia.

La solución de la crisis actual exige más que protagonismo inicuo en los medios. Se necesitan voces aguerridas que no solo construyan el anhelado cambio de gobierno, sino una transición lo suficientemente fuerte para contener las amenazas de los enemigos de la genuina democracia… esa que describió Duverger y que tan bien ha funcionado en las naciones del primer mundo.

No basta la unidad propuesta por un liderazgo pusilánime, que tan solo encubre su incapacidad para ofrecer algo más que alianzas electorales en procesos comiciales en los cuales nadie elige. Urge algo más… mucho más. La crisis venezolana surge de las sordideces particulares de egos abultados. Por ello, más allá del desprestigio que se han forjado muchos líderes opositores, la sociedad debe hacerse escuchar, no solo por los sordos dirigentes de la élite gobernante, sino además por esa dirigencia opositora que, heredera de formas anacrónicas de ejercer su oficio, supone que son jefes, mandamases, y que la sociedad está obligada a acatar sus órdenes. Son ellos pues, a la luz de su visión del oficio, herederos de los padrecitos.

Acusarnos unos a otros no es productivo, lo sé. Sin embargo, tampoco lo es obviar errores imperdonables, mezquindades y trapisondas. La unidad no puede ser un chantaje, no puede servir como salvoconducto para permitir sinvergüencerías ni arreglos ajenos a la genuina voluntad ciudadana. La unidad debe reunir a la sociedad toda y no solo a los partidos políticos. Nos debe unir a todos en torno a un proyecto que se inicia con el cambio de gobierno, pero que va más allá. Que proponga una república coherente, donde primen los valores occidentales que no solo nos son inherentes, sino que tan bien han funcionado en otras naciones.

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