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Francisco Martínez Pocaterra

La oposición se enfila hacia un verdadero desastre electoral

La oposición venezolana se enfila hacia un verdadero desastre el venidero 21 de noviembre. Más allá de la inutilidad de una estrategia basada en el atrincheramiento de los factores opositores en el mayor número posible de gobernaciones y alcaldías (en este país, Miraflores es el epicentro de todas las decisiones), el pugilato irresponsable de los distintos aspirantes a gobernadores y alcaldes pulveriza las posibilidades de éxito. Fracturada la unidad en una miríada de egos abultados, resulta cuesta arriba una victoria opositora.

Entiendo que la pluralidad de ideas y de opciones es saludable en un orden genuinamente democrático. Sin embargo, no es el caso venezolano. Aunque no confío en una estrategia que se fundamenta sobre la capacidad de acción desde cargos, a mi juicio estériles, persigue esta obtener el mayor número posible de gobernaciones y alcaldías. Según nos han jurado, ese es el plan. Es por ello que, obviamente, deberían postular al que realmente tenga opción de triunfo. Sin embargo, ese tampoco es el caso. El interés por los cargos es mayor que la voluntad para superar una crisis que trasciende a las desgracias que a diario padecemos los venezolanos, cuyo origen no es un mal gobierno, sustituible a través de unas elecciones, sino en la concepción del grupo dominante.

Ya lo dije, pero lo repito: la oposición se dirige a una derrota épica. Su estrategia va a estrellarse por la imperdonable irresponsabilidad de un liderazgo más atento a cuidar cuotas miserables de poder que a resolver las causas de la crisis, que, como ya dije, no son las consecuencias que, en efecto, soportamos los ciudadanos. No obstante, pese al posible triunfo de los candidatos oficialistas en la mayoría de los cargos, lejos de aquietar al país, como creo espera el régimen revolucionario, empeorará la conflictividad.

No lo dudo, tal como ocurrió en 1998, tras un luengo período de desprestigio político y de errores del liderazgo, la ciudadanía se volcó sobre uno emergente, el de Chávez. El otrora jefe de la revuelta de febrero de 1992 incendió el escenario político con un discurso radical que empujó a la nación hacia la polarización.

¿Imaginan los chavistas y la oposición que la ciudadanía va a aguardar indefinidamente o bien por el cumplimiento de unas promesas irrealizables o bien por una por ahora improbable conquista del poder por parte de la oposición? Sin dudas, verificado el desastre el 22 de noviembre, no dudo que la ciudadanía se vuelque sobre los más radicales.

Podría ser, en el mejor de los casos, María Corina Machado, quien no deja de ser, pese a su talante aparentemente intransigente, una fiel creyente del orden democrático. Pero bien podría ser otra versión de Chávez. Una más brutal. Si bien los procesos históricos no tienen por qué repetirse, la imposibilidad de allendistas y opositores chilenos por allanar salidas a la crisis chilena en 1973 produjo la dictadura del general Augusto Pinochet. ¿Quién puede garantizar que ante el fracaso de la oposición en medio del colapso nacional no emerjan otros líderes? Líderes que bien sabemos, no tienen por qué ser democráticos.

Los demonios no duermen y siempre andan al asecho. En un país militarista como lo ha sido este, y que, desgraciadamente, no ha logrado superar «la bota redentora», el riesgo de una asonada yace adormecida en los cuarteles. Mal podemos asumir que otro golpe de Estado no se repita exitosamente y regresemos a épocas que imaginábamos cosa del pasado.

Ese es, sin lugar a dudas, la amenaza subyacente en la tozudez de unos y otros. Mientras el régimen apuesta a su permanencia en el poder a cualquier precio y la oposición se debate en pugnas intestinas por migajas, la ciudadanía siente un profundo hartazgo, y, lo más grave, una penetrante y por ello peligrosa decepción del liderazgo.

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