Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

La noche que me volví invisible

Conexión en Atlanta, puerta al sur de mis afectos, en el penúltimo terminal, todos hablan y callan de la manera que mas entiendo. Terminal E, E as in echo, dice la voz de mujer que surge de las cornetas dentro del tren que te lleva hasta donde está la puerta 44, congestionada de venezolanos, sobrecargados de equipaje de mano, eco de mi corazón. Inmediatamente me sentí en territorio patrio, aunque la geografía aun me obligaba a volar cuatro horas de norte a sur, para ser verdad. La mirada abierta, igualada, honesta y curiosa. La talla por lo general, dos números menos que la que aconseja el volumen de las curvas. La sonrisa presta, que por nada se vuelve carcajada; el teléfono inteligente colgando de la trabilla, como un trofeo de guerra, tengo el ultimo modelo y sigo viva. Con 40 kilos menos algunas mas jóvenes, todas con actitud de niña de fortuna reciente, Louis Vitton de Chinatown al hombro, el teléfono siempre al oído, sus vidas definitivamente transcurrían en otro lugar, al otro lado del teléfono, la importancia. Un hombre muy robusto, por decir lo menos, comenta la bajada del precio del petróleo y con tono profesional completa el comentario con acuso de la inestabilidad del cambio monetario consecuente: ahora hay que pagar uno punto cinco dólar por euro. ¿me estás entendiendo? O sea 1,05 de dólar pues, por cada Euro… explica, aclara y oscurece, como dice el dicho. Cuando pasa una mujer de muslos opulentos, embutida en shorts cortísimos, montada en tacones altísimos, melena larguísima, toda superlativa ella, se detiene el tiempo por un instante en la puerta 44. Incluso sucede un silencio. Y no es que nadie se ocupe demasiado de los demás; luego del scanning inicial, de arriba a abajo con todo el descaro tropical, cada quien vuelve a su asunto con alegría. Sólo insisten si sospechan que tienen tu misma edad, similar nivel social o académico, se comparan o cogen dato, se posicionan, se sienten mejor, y sonríen bonito cuando los descubres mirándote con tanto interés y sin pena.

Ya en el avión, la suerte de mi lado, asiento vacío en el medio donde poner al gato personaje central de esta historia, y del otro lado, dulce adolescente demasiado ocupada en hacerse selfies como para darme problemas con la mascota. Los gringos en el avión de NYC a Atlanta, tenían todos algo que decir en relación al gato, simpatizando, sonriendo, enternecidos, hablando de los suyos… un gato en cabina es una llave, abre las almas buenas que se solidarizan, te permite, si no hacer amigos, un tema de conversación con que llenar las horas de viajar sola, pensé. Entonces en el vuelo Atlanta-Caracas, será aún más cordial el viaje con gato, pues el avión estará lleno de venezolanos que son tan cariñosos y comunicativos… me equivoqué. A los venezolanos no les importó el gato para nada. Me atrevería a decir que las mascotas no son su fuerte. Tal vez porque las mascotas en Venezuela no sustituyen a los hijos no concebidos, ni a la familia que se olvida, no son compañía porque todos tienen amigos… tal vez. 

La aeromoza viste de rojo carmesí y se desliza sobre unos stilettos que maneja con bella soltura, como salida de una escena de película de los años 50, con grácil cinturita y todo. Aun no despegamos, el exceso de equipaje de mano requiere ser chequeado con las maletas. Nadie está contento. Mucha gente camina por el estrecho pasillo por entregar sus maletines, se quejan, susurran groserías… Piden repetidas veces a los pasajeros que vuelvan a sus asientos porque ya vamos a despegar. Ahora es el piloto el que insiste, mientras la aeromoza observa el despelote con sonreída resignación. No logro definir si su sonrisa está hecha de burla o simpatía, protegida en su estilo de nada es personal, te miro sin mirarte, estoy trabajando, con el que hacen todo las aeromozas. Así logran curarse en salud, estar de acuerdo con los que acuerdan y/o en desacuerdo con los que no y ponen orden sin caer en negociaciones. Incluso cuando el avión va cargado de venezolanos, todos protagonistas.

El gato dopado según dosis veterinaria, duerme el sueño atormentado de los drogados. Aunque ha viajado muchas veces, no se acostumbra, la pasa mal. Lo encontré hace dos años en la calle, después que lo dejaron abandonado en kenel de lujo. El kenel encontró nuevo dueño rápidamente, pero el gato deambulaba aterrado por debajo de los carros estacionados, teñido de grasa, tan sucio que sólo supimos que era blanco inmaculado después de bañarlo. Lo que sí supimos desde su incierta aparición en mi calle ciega de Caracas, es que era mágico. Como nos lo confirmó una desconocida que un día de paseo con el gato en el East River Park, nos abordó para decirnos que esos gatos, siamese point fire, no se podían comprar, porque eran ángeles de la guarda que llegaban a tu vida sin previo aviso, si eras escogido. Ella tuvo uno y celebraba que nos hubiera tocado esa suerte a nosotros. Charla de gatunos que a cualquiera desprovisto aburre… Pero, ¿sabían que en Internet hay mas fotos de gatos que de cualquier otra cosa… incluso mujeres desnudas? Me armo de derecho para hacerlo el centro de esta historia, pero no se preocupen, no pienso aburrirlos con mas detalles. Sólo por comentar que el gato pasó de ser príncipe a pordiosero y luego a príncipe de nuevo. Como buen venezolano, desde que nació conoció la transitoriedad de clase social que nos define en la historia. Del rancho al bloque, del bloque al condominio, a la quintica en la urbanización con garaje y carro… El que era adeco después fue copeyano, o era adeco si mandaban los adecos y copeyano si mandaba Copei. Un país bipartidista que ahora parece narración de libro de primaria. De los que se olvida. 

Muchos de los que iban en el vuelo a Caracas vienen de esa historia reciente. Pero además del gentilicio compartido, volar en un mismo avión siempre nos hace cómplices de otra manera. Nos vemos durmiendo sin ser amantes; sin zapatos, aun cuando las medias están rotas; cuerpo con cuerpo, roce entre desconocidos que comen a escasos centímetros de distancia. Se puede llevar la coincidencia en silencio, preservando la distancia del individuo que defiende su derecho a la privacidad. Pero si el avión va cargado de venezolanos, la conversación inunda el aire. Un ruido lleno de altibajos amalgama a los extraños que se explican, se cuentan, porque no se conocen, se definen. El ambiente es de total inquietud, como si no se pudieran aguantar sentados, cada muchacha esmerada en los gestos que la hacen sentir la mas bonita, cada señor esgrimiendo, su visión de país, seguro de tener la razón; cada señora lamentándose de la escasez o la diáspora que afecta a su familia, comenta con orgullo los avances académicos de los hijos en el extranjero. 

Al llegar a Caracas había un punto de control de maletas. Dos mujeres uniformadas con actitud implacable se aseguraban de que cada maleta saliera del aeropuerto con su verdadero dueño. Busqué entre todos los papeles, los bolsillos, la inmensidad de mi cartera, ¡no tenía los tickets de mis maletas! Estaba perdida. En Venezuela la palabra no prueba nada. Se usa a diestra y siniestra, no podía estar segura de que iba a poder convencerlas de que esas eran mis maletas, sobre todo porque buscando los tickets me di cuenta de que tampoco tenía bolívares. No tenía dinero con los que salvar los inconvenientes que seguramente surgirían también en la oficina de Sanidad donde autorizan a las mascotas a entrar al país. Aunque tenía todos los papeles en orden, siempre hay algún “pago extra” que hacer, sobre todo si es casi media noche y el banco está cerrado, no hay problema, el funcionario se puede encargar de hacer tu depósito a la mañana siguiente si le dejas el efectivo en sus manos. A menos que quieras dejar a tu animal en cuarentena, también en sus manos. 

Estábamos perdidos los dos, el gato y yo. Entonces tomé una de las mejores decisiones de mi vida: volverme invisible. Les pase a las dos uniformadas muy al lado, saltándome la cola de pasajeros impacientes, sin tickets y con maletas. ¡Nadie me vio! De verdad me había vuelto invisible. Entonces, en lugar de ir a la oficina de chequeo de sanidad, sin pensarlo mucho, seguí derecho hacia el scanner de las maletas. Entregué al funcionario mi planilla de aduana, puse al gato de un lado, que se quedó milagrosamente sin maullar y sin moverse, cómplice. Metí las maletas en el scanner, con cara de hija de ministro o dueña de la situación, todo bajo control, tranquilos, que el equipo gana, yo trabajo en la asamblea, desplacé al gato por detrás de la máquina. Sin dudar en los gestos, recogí las maletas frente a los soldados del ejército y funcionarios portuarios, me guindé al gato al hombro y salí como Pedra por su casa. ¿Será que el gato es un ángel de verdad? 

En contraste con los minutos de pánico que me produjo llegar a la realidad nacional, pude saborear la más absoluta felicidad al franquear las puertas automáticas de salida: ¡había burlado la ley! Había logrado llegar de vuelta a casa, en paz, sin inconvenientes. Evento heroico, una victoria que contaré cada vez que pueda con orgullo. La burla de la ley en un país sin ley mal podría leerse como una vergüenza. Mi querido país. No creo que haya otro como este. ¿O alguien pudiera contarme que ha visto una valla gigante en alguna autopista publicitando en detalle todos los modelos posibles de implantes mamarios? La autopista desolada y oscura… sentí miedo. Pero pasamos lisos, sin ser vistos, de nuevo burlé, esta vez la ley de la calle, atravesé el campo de guerra que es la ciudad maltratada de peligro, y salí ilesa. 

Sana y salva, desde el hogar y bajo el espléndido cielo azul diciembre, recupero estas líneas desde la experiencia de llegar a mi país después de la ausencia, la noche que me volví invisible para poder volver. 

Hey you,
¿nos brindas un café?