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La noche de los sueños de cristal rotos

Nota: El siguiente artículo trata sobre hechos en desarrollo.

A todos los regímenes totalitarios les llega el momento de quitarse la piel de cordero de un solo tirón. Venezuela vivió algo parecido hace un par de días, porque el jueves 20/10/16, el régimen del Socialismo del siglo XXI definitivamente se convirtió en dictadura suspendiendo hasta nueva instrucción judicial la recolección del 20 % de las firmas del electorado de cada estado, que de haberse cumplido, habría conllevado al Referéndum Revocatorio.

Nunca fui ingenua porque jamás pensé que jugarían limpio, cumpliendo las normas tal como están establecidas. Era imposible creer eso después de estos 17 años. En algún otro artículo escribí sobre cómo no me gusta sentirme como una opositora a la oposición, pero si teníamos semanas temiendo una maniobra judicial (la cual sucedió el pasado jueves 20 en la tarde) que le diese la “base legal” al CNE para suspender, ¿No había una manera de cuidarnos mejor las espaldas?

Las sentencias son cualquier cosa menos legales, porque los tribunales que las dictaminaron no tienen competencia para suspender un proceso electoral que el ente comicial había aprobado de antemano, pero si hay algo que ha caracterizado al chavismo son los intentos de darle un aire de legitimidad a sus acciones.

Irónicamente, Chávez hace 17 años dijo que si la Corte Suprema de Justicia de aquel momento callaba (haciendo referencia a una sentencia que cambió para siempre el curso de la historia de Venezuela, aprobando un referéndum constituyente que no estaba previsto en la Constitución anterior), el pueblo hablaría. La cuestión está en que en este momento, a pesar de que la oposición sea numerosa y posea el apoyo de la mayoría calificada del cuerpo legislativo, no es poderosa.

Cuando leí la noticia, sentí en mi cuerpo algo parecido a uno de esos puñetazos en estómago que dejan sin aire. De verdad se atrevieron. Lo poco en institucionalidad y democracia que les quedaba, al menos en apariencia, ante la comunidad internacional se desmorona más, y si bien en la nota de prensa del CNE dice que es hasta nuevo aviso, eso es como cuando en una mala entrevista de trabajo te dicen “nosotros te llamamos”.

De los dos posibles escenarios que nos podríamos plantear a raíz de esto, ninguno conlleva a una victoria total. Entre acontecimientos violentos que impliquen el derramamiento de sangre de muchas personas y que sigamos clavados en la inacción contundente política, no sé cuál da más miedo.

Por un lado, la Mesa de la Unidad Democrática siempre se ha caracterizado por evitar llamados a la violencia, lo que ha sido criticado por los más radicales, alegando que las dictaduras no se vencen en las urnas. De hecho, está instalada una mesa de diálogo con el Gobierno, utilizando a representantes del Nuncio Apostólico como mediadores, acción que ha sido duramente criticada por los ciudadanos. No es que no se quiera diálogo, sino que la mayoría de la población, entre la cual me incluyo, no ve las condiciones necesarias para que este sea fructífero. Después de un asalto a la Asamblea Nacional el domingo 23/10 por parte de hordas violentas, ¿Cómo pueden al día siguiente sentarse a dialogar bajo sus términos, casi que tomando café y galletas María?

Por otro lado, repetir las mismas acciones civiles desgastadas por el uso, el tiempo y la predictibilidad es pedirle a la gente que tenga fe en el santo que no le ha hecho el milagro. Hay acciones de calle programadas a partir del 26/10, pero no entiendo por qué habrían de ser distintas a las anteriores.

Insisto, no tengo la respuesta. Si la tuviese, ya habría hecho lo posible para que fuese aplicada.

 

Desesperanza aprendida

Este término fue creado por Martin Selingman, creador de la Psicología Positiva, que se centra en el bienestar psicológico y la felicidad del ser humano, en vez de los aspectos patológicos. Dentro de esta corriente, existe el concepto de indefensión aprendida, que no es más que la condición donde el ser humano aprende a comportarse pasivamente, porque ha “aprendido” que los resultados siempre serán negativos. Es decir, conlleva a la persona a convencerse de que no es posible cambiar su realidad, y que sin importar lo que haga, las cosas permanecerán tal como están o con muy pocos cambios.

Me encantaría escribir un artículo súper optimista sobre la situación de Venezuela, pero no puedo por dos razones. Primero, no es mi estilo. Segundo, de todos los artículos que he escrito sobre el país para esta publicación, jamás he escrito uno en medio de un ambiente tan confuso. Hace unos días leía que este posiblemente sea el episodio más oscuro de la política venezolana, y no puedo hacer más que estar de acuerdo.

Como abogado, veo un ordenamiento jurídico que está puesto a la orden de las autoridades para ser cortado y trasgredido a la medida de sus intereses, y no para lo que realmente debería ser: establecer las bases del orden social y la justicia.

Como psicólogo, cada día noto más los efectos psicológicos de vivir en un entorno tan hostil como lo es Venezuela en este momento: ansiedad, desesperanza, miedo, dificultad para organizar el pensamiento, sensación de ahogo… Y lo peor es saber que esto no es personal, sino un sentimiento colectivo.

Para terminar, como ciudadana siento un profundo desamparo político y una confusión que no hay analista que me la aclare.

Creo que esos son los dos sensaciones enemigas más grandes encarnadas en el gobierno: desesperanza y confusión.

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