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Adrian Ferrero

La mujer en cuestión de María Teresa Andruetto: en la mira de un rifle

En La mujer en cuestión de María Teresa Andruetto, la protagonista es una mujer de 48 años. Actualmente, después de algunas mudanzas, reside en un pueblo del interior de la Provincia de Córdoba y su vida estuvo sacudida, desde los cimientos más profundos, por los sucesos siniestros de la última dictadura militar.

Estudiante de la carrera de Trabajo social que debió abandonar porque los militares la cerraron, se recibió con muy buenas calificaciones de Psicopedagoga (es una mujer inteligente). Pero aconteció un hecho imprevisto en su vida: junto con su pareja fueron secuestrados (“chupados”) y torturados. Ella logró regresar de “ese infierno”, en palabras de cuatro presas de la ESMA en un libro de entrevistas de cuatro de ellas que efectivamente existe y tengo en casa. De su pareja no volvió a saberse más nada.

Alguien, 25 años después de que hubieran transcurrido esos acontecimientos, solicita a un investigador que realice una indagación en profundidad sobre la vida de esa mujer. El investigador (cuya identidad desconocemos), que no conoce a la mujer, la irá conociendo sin embargo progresivamente (y nosotros junto con él). A través de un montaje construido por un dispositivo colmado de declaraciones textuales de testigos y protagonistas, grabaciones, fotografías, y hasta dos entrevistas con la interesada (“porque necesita el dinero”) llegará a sacar algunas conclusiones. Casi todas eficaces. Se trata de un informador. 

El informador no es un burócrata inculto o vulgar, porque es capaz del pensamiento abstracto, de sacar algunas conclusiones sagaces, agudas y utilizar palabras como “sibarita”, que en boca de un burócrata resultarían infrecuentes. Pero también en un punto es muy crédulo o ingenuo. Su mirada sobre la identidad de esa mujer no difiere demasiado de las más elementales de los libros de divulgación y esa filosofía tiñe incluso su costado más elemental. Ese “mandante” que solicita la información sobre la mujer, permanecerá oculto, en las sombras, sin identificarse pero recibirá las informaciones antes acompañadas de material probatorio o, en todo caso, que refuerce la veracidad de los hechos, esas de las que el investigador se ha servido para realizar su trabajo técnico. Porque en verdad se trata de poner en práctica un ejercicio técnico/metodológico (¿un resabio de los Servicios de Inteligencia del Estado? ¿su mano de obra desocupada con la llegada de la democracia?) que dispara un desarrollo hasta construir un puzzle provisorio. Si bien es algo lo que el informante logra restituir de información sobre la mujer en cuestión, también hay muchísimo sobre lo que nos quedamos vacilando, en vilo (posiblemente sea lo que le ocurre a él también). En principio diría que lo que rige la lógica de este acoso secreto, subrepticio es el de “la banalidad del mal”, como supo definirla con perspicacia Hannah Arendt. La mujer en cuestión (2009), de la escritora argentina María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Argentina, 1954) es la que verdaderamente lo pone todo en cuestión. Desde la economía de la representación hasta la perspectiva a partir de la cual aborda los sucesos de época de un capítulo en el que la dignidad de las personas les ha sido denegada.

Eva Mondino, la investigada, ha estado vinculada a grupos estudiantiles de izquierda durante su época en Trabajo social. No obstante, si bien se insinúan algunos posibles hechos que habría realizado durante la época de terrorismo de Estado, no hay certeza acerca de que haya efectivamente participado en la guerrilla. Secuestrada, confinada, torturada tanto física como psíquicamente, habiendo parido un hijo varón –está segura- en el campo de detención clandestina luego de –asegura ella- haber estado encerrada en El Cabildo.

Una joven de vida relativamente rebelde y que se distingue de las chicas de clase media desde muy joven. Por la ropa que viste, el cigarrillo liberal y sus lecturas. La carrera que estudia. Los acercamientos al otro sexo. Hasta conocer el primer amor de su vida, de forma más definitiva, Aldo, con quien comienza a convivir. Él, como decía, es un desaparecido. A ella la van a buscar no mucho más tarde. Su padre muere de un ataque cardíaco dos días después de que se entera de que ella ha sido detenida. Su madre, judía no practicante (no su padre, que es católico) vivirá y la verá transitar por todo el proceso hasta su liberación. Después de esa salida tiene lugar un silencio casi absoluto. El otro confinamiento: el del hogar, que es también el de la protección. Y el de un ascetismo que se parece bastante al de las personas que han sufrido mucho pero no pueden hablar de sus traumas ni sus padecimientos traducidos en las repercusiones en el presente. 

Tendrá otro matrimonio, con un hombre al que conoce casualmente en una fiesta de casamiento y del que se enamora locamente. Pero del que se separará poco después de la Guerra de Malvinas por un misterio que la novela, en la economía de toda su incertidumbre, no revela: ¿fue un colaboracionista? ¿cumplía alguna función en esos campos? ¿fue un traidor? Lo cierto es que esa información que ignoraba Eva la hace perder el control y se termina divorciando luego de bastante tiempo de estar juntos. De ese hombre, que ha estudiado derecho con interrupciones y que ha escalado posiciones a partir del retorno de la democracia. Que por lo que dicen sus allegados es seductor, convincente, seguro y no tiene escrúpulos, el investigador logra sólo obtener datos dispersos, atomizados, a través de laterales subordinados o miembros de su pueblo originario. 

La estructura de la novela, plagada de citas de declaraciones, notas a pie, descripción de fotografías, dos entrevistas con la protagonista, una descripción detallada de su biblioteca nos permite darnos una idea del perfil de sus cavilaciones por ese presente  histórico que no es el del pasado (seguramente con otra biblioteca), en el que reparte su vida entre su huerta, distribución de productos de papelería y algunos tejidos para la venta. Todo ello traza la forma imprecisa de un rostro cuyas facciones son, por un lado, las de su historia hecha trizas. Por otro, las de una época que también hizo trizas a los argentinos o, al menos, a buena parte de ellos y sus familiares o allegados. Probablemente a una generación sumada a la de quienes los dieron a luz y quedaron destrozados por la suerte que corrieron. Se trata de una época que ella quiere dejar atrás más que por la que desea seguir combatiendo. Su vida se ha transformado ahora más en la de una asceta que en la de una militante. Atenuada o nula la vertiente belicosa, se ha acentuado su carácter más selectivamente desvinculado de la política.

Que alguien esté tan interesado en acceder a información sobre el pasado y el presente de una mujer, una mujer en cuestión o, quizás, una mujer cuestionada, también es otro interrogante. La causa primera de ese acoso, de ese pretender llegar hasta el fondo de una identidad atravesada por muchas temporalidades y  muchos capítulos de la Historia nacional e internacional suscita como mínimo una incógnita de, por lo menos, querer saber quién es ese interesado que encarga la pesquisa. Y que luego probablemente con esos datos en la mano esté interesado en interpretar más a fondo que el mero informante.

Por otro lado está la pregunta central acerca del género femenino. La mujer en toda su conflictividad en el seno de una sociedad que no es precisamente gentil, amable con ella (pese a muchos progresos) y que la prepara no para desobedecer mandatos sino para acatarlos. La mujer durante la militancia y la tortura. La mujer cuestionadora que, en caso de que lo practique y lo ejecute, será descalificada con afrentas, degradada o agraviada, como Eva, que está enterrada en ese pueblito de su Córdoba natal, sobreviviendo merced a manualidades. Distante del placer, de una vida compartida y en contacto con muy poca gente, incluida una que también fue presa política en el mismo campo de detención clandestina que ella.

Víctima de una madre que, para contradecir a un padre radical le pone un nombre peronista a su hija, “Eva”, por “Eva Perón”, poco después de que la primera dama hubiera fallecido, la protagonista ya desde su nacimiento es el producto de un malentendido y porta consigo lo que se ha dado en llamar una “neurosis de destino”. También conviven en ella dos religiones, tanto en su familia de origen como con su marido, que seguramente es ateo. Y, por otro lado, tiene un medio hermano fruto de un anterior matrimonio de su padre con el cual prácticamente no se trata y que posiblemente haya brindado información a los militares sobre ella.

Esta vorágine que es la novela, indetenible porque la información y las especulaciones del investigador se acrecientan como expedientes en una oficina, son mortales. Cifran el futuro que padecerá posiblemente Eva a partir de la divulgación de este documento que está siendo confeccionado pero ignoramos su destino a ciencia cierta. Y por el otro descifran parcialmente una vida que es mucho más y mucho menos de lo que esas páginas certifican. En esas páginas, en ese informe y en esas fuentes se cifra y se descifra una vida. Pero esas operaciones suelen ser simplistas. Y en ese futuro incierto, no sabemos si Eva corre más riesgos de los que padeció por los setenta o si, por el contrario, lo que se busca es que, a partir de la certeza de que se ha alejado de toda actividad política, se la pueda dejar en paz. 

Lo que el informante construye es una hipótesis de vida. La de una mujer cuyos retazos dispersos son otros los que brindan convergiendo y divergiendo en un punto. Como si se tratara de puntos de fuga que no tienen asidero y tampoco tienen del todo un fundamento porque son ante todo profundamente subjetivos y profundamente parcelados. 

Interesante resulta profundizar en la identidad de informante. Porque la novela habla más, en un punto, de él que de la mujer propiamente dicha. Esto es: de la mirada de él sobre ella. De cómo su universo ideológico configura una imagen femenina que él urde a partir de la documentación y los registros arriba citados. Un perfil de hombre demasiado crédulo, alguien que sabe desempeñarse, cumplir su oficio pero también es capaz de dudar (¿al punto de dudar de su propia capacidad?). Y hasta se permite una filosofía barata de cuarta categoría que no hace sino poner en evidencia que su capital simbólico y su destreza instrumental en un punto son asimétricos y en otros se tocan. Que puede derivar de la lectura de best sellers de autoayuda. Es más diestro y más pragmático que teórico. Pero admite en ocasiones un chispazo de vulgaridad teórica. Tiene una profunda incapacidad para darse cuenta en todos sus alcances y de modo fundamentado de lo que está haciendo, pese a que pueda hacer o esté haciendo daño. Puede llegar a ser la mera pieza de un ajedrez maligno.

Una novela multívoca, cuya polifonía no encubre un estilo mediado por la voz tonal de la inteligencia de un investigador hasta esas piezas inexorables y de una tangibilidad incontestable que son las pruebas y documentos contundentes pero también más imaginarios por lo paranoide que por lo real de una mujer a esta altura de su vida en paz. Hasta que por fin, a partir de los datos que acompañan el informe, una totalidad queda por fin armada. Es esa que describe lo más ominoso y lo más vulnerable a lo que estamos sometidos hombres y mujeres, niños y niñas. A que seamos el objetivo de un rifle que puede llegar a disparar de modo inminente. A ser objeto de un informe que ignoramos pero que puede provocarnos un daño que desconocemos en todo su alcance si instrumenta alguna política del dolor o la agresión. Pero ese investigador primero debe detectarnos. Primero debe identificarnos. Primero debe, por último, tener la certeza de quiénes somos, dónde estamos para que el disparo sea eficaz. Y, finalmente, si no hay quienes nos protegen. Tal vez ese sea el  punto en el caso de los perseguidos. En la ética del cuidado de quienes con ellos se solidarizan o son sus afectos más próximos y más leales.

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