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La muerte y el morir (Parte II)

Hablábamos en el artículo pasado sobre el morir metafísico, y decíamos que junto al morir moral son ambos la escuela de la muerte. En esta ocasión nos abocaremos a tratar el segundo de estos. Con no poca frecuencia vivimos situaciones de las que salimos devastados, en las que exclamamos estar muertos. Pues bien, no es una metáfora. ¡Morimos tantas veces antes de la muerte final!

El morir moral es una de las experiencias más duras que se pueda vivir. Como la muerte final, nos sobreviene. Nadie se lo espera. No llega paulatina y silenciosamente como el morir metafísico. Su aniquilación es más intempestiva. Por ello es fuente segura de sufrimiento. Cuando se lo vive, uno es alguien ligeramente distinto después. Se podría decir que en cada experiencia de estas sí que va cambiando algo de la esencia del ser. Si el morir metafísico era un cambio contingente, una muda de piel, este otro es una metamorfosis esencial, una crisálida de la existencia.

Hay ocasiones en que lo que somos y nuestros principios rectores son la causa del morir moral. Estamos ahí, justo ahí, en el momento y lugares precisos y oportunos. Allí donde siempre quisimos estar y por cuyo arribo luchamos como el que más. Ahí, y de pronto surge la condición sine qua non, esa sin la cual no podremos instalarnos en ese presente ansiado: la exigencia inmoral. Alguien nos ha pedido que neguemos nuestro ser moral, lo que siempre hemos sido y defendido. Aceptemos o no, hemos empezado a morir moralmente.

Si decidimos dar el sí, será lo más parecido a la muerte final. Al cabo seremos alguien completamente distinto de aquel que éramos antes de aceptar traicionarnos. Nuestros principios rectores se habrán ido en un violento sfumato. Quedará una materia similar a la anterior que se moverá en la dirección otorgada, y sin mayores coordenadas éticas. Un yo intruso en este vehículo existencial que somos. Y si nos damos la vuelta y nos marchamos, si hacemos desprecio de la oferta indecorosa, los principios rectores seguirán allí, más robustos, pero se habrán esfumado nuestros sueños. En ambos casos no nos escaparemos del dolor: o nos traicionamos o renunciamos a una posible narrativa personal.

La diferencia entre el morir moral y la muerte final es que a aquel le sigue la continuidad de esta vida que conocemos. La pregunta, por tanto, es ¿cuál dolor es más longevo, el de traicionarnos o el de la narrativa dimitida? Ninguno. Ambos duran poco. En el primer caso, pronto nos adaptamos a la nueva condición, y en el segundo, tarde nos sentimos arrepentidos de la renuncia. Con la misma rapidez con que el asesino empieza a sentirse orgulloso de su crueldad el hombre moral pasa a regodearse de su decisión de integridad a salvo.

La pregunta es otra: ¿cuál dolor nos configura ontológicamente mejor, más cerca de un ideal de perfección? El sufrimiento de quien se traiciona a sí mismo puede, si es atendido, hacernos golpear el timón y girar de retorno a nuestra esencia, pero casi siempre es anestesiado en las primeras de cambio por justificaciones peregrinas. Luego sigue la caída en barrena y la conciencia asordinada. Por el contrario, esa angustia que experimentamos cuando renunciamos a otro posible yo por preservar lo que somos, esa angustia es el arquitecto de una mejor versión de nosotros.

Nunca seremos los mismos tras el morir moral, positivo o negativo. Toda metamorfosis de la esencia es dolorosa, y más si es abrupta. No reconocernos en lo que fuimos, para bien o para mal, señala la distancia entre dos puntos del ser y la certeza de que una parte de él ha dejado de existir. Nos morimos de a poco y en pedazos. Quizá convenga entender que una metafísica de la muerte debe necesariamente tomar en cuenta esto, y no ceñirse a ese minuto final del que se ocupan las postrimerías teológicas.

Por último, cabe preguntarse por la muerte de la que tenemos conciencia. Somos los únicos seres sobre el mundo capaces de plantearnos una metafísica de la muerte. Poco le importa a un mandril si se muere o no. A nosotros el tema nos crispa la razón. Tener conciencia de ello supone cuestionar la vida, esta y la que pueda venir después. ¿Qué sentido tendría la muerte si la podemos pensar? ¿Para qué sirve convertirla en objeto de análisis y en categoría conceptual? La muerte es un categórico existencial, y por tanto su racionalización es un intento de darle sentido a la existencia. Pensar la muerte quizá sea de los pocos medios de que dispongamos para encontrar un camino hacia la plenitud del ser. A un mandril le bastará con comer buenos bananos. Lástima que algunos solo piensen en bananos.

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