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La muerte y el morir (Parte I)

Pareciera un imponderable, la muerte. La vemos de lejos, siempre, y ajena a nosotros. Es asunto que le concierne a los demás. ¡Y es desagradable donde la haya! Baste, sin embargo, un resbalón bajando las escaleras del subterráneo para que se nos hiele la vejiga de tan solo sospecharla cerca. No digamos ya si somos víctimas de un asalto a mano armada. Lo cierto es que ni está distante ni le resultamos indiferentes ni mucho menos podremos abroquelarnos ante su llegada.

Ignoramos, eso sí, que la vivimos a diario. Tememos tanto a la muerte que hemos olvidado el cotidiano morir. Curioso, ¿no? Vamos, que no me estoy refiriendo al paulatino acabose biológico. Eso lo sabemos todos los que cumplimos años y tenemos un espejo en casa. Hablo del morir metafísico —en términos filosóficos— y del morir moral. Ambos, por decirlo de algún modo un tanto tremendista, son la escuela de la muerte. Claro, siempre y cuando asistamos atentos a sus clases.

El morir metafísico nos va aconteciendo de a poco, tan lentamente que casi no lo percibimos. Hace unos días releía mis primeros poemas —escritos por allá, a mis dieciocho años— y me ha parecido estar frente a una colección de textos ajenos. Aquel que los había compuesto yacía inerte en alguna fosa del tiempo. ¿Tanto he cambiado? Consciente de ello, he asumido motu proprio aquella sentencia de san Agustín: «Mihi quaestio factus sum», que se puede traducir como «me he convertido en una pregunta para mí mismo».

La sentencia agustiniana aparece solo dos veces en las Confesiones. La primera, en el libro IV, cuando habla consternado de la muerte temprana de su mejor amigo: «Factus eram ipse mihi magna quaestio», frase que podría verterse libremente al español así: «Me había vuelto, para mí mismo, un gran problema». No me atrevo a traducir, en este contexto, magna quaestio como gran pregunta porque Agustín más que interrogarse estaba problematizando su existencia, dos asuntos que son ligeramente distintos. De hecho, poco después dejó su natal Tagaste y se mudó a Cartago, emprendiendo de esta manera el viaje que lo alejaría de sí, pero lo acercaría a Dios.

La segunda vez que aparece la sentencia, en la forma literal que he citado primero, es en el libro X, el más hermoso humanamente hablando. Poco después de ese extraordinario himno a la belleza, Sero te amavi («¡tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!»), y agostado por la lucha contra la concupiscencia, suelta Agustín la frase de la que hablaba hace un rato, y que completa reza así: «Tu… in cuius oculis mihi quaestio factus sum» («Tú… en cuyos ojos me he vuelto una pregunta para mí mismo»).

Agustín se mira en los ojos de Dios (¿cuántos podrían hacer esto?) y se ha convertido en una pregunta para sí. La quaestio ha devenido de problema en pregunta, entre el libro IV y el X. Lo que hay en medio es un largo morir metafísico. Cuando alguien es capaz de sistematizar un problema en una sola y concreta pregunta, ha dado al asunto una profundidad metafísica que supone haber muerto para sí mismo. Casi todos, alguna vez, hemos experimentado un momento así de definitivo.

Repito. Morimos a diario metafísicamente. Y no solo por la obsolescencia de nuestras cuestiones filosóficas, porque en el decurso de los años cambie tanto nuestra concepción metafísica respecto de tantos asuntos que terminemos siendo otros. No. También vamos experimentando el cotidiano morir metafísico porque somos parte de la cosmovisión de otros, de cómo nos piensan aquellos con quienes compartimos este tramo de existencia. Todos podemos dar cuenta de ello. Un día nuestros padres nos racionalizan de un modo y años más tarde… ¡vaya usted a saber!

Los grandes imponderables del ser y la existencia (Dios, el absoluto, el mundo, el alma, el ser en cuanto que tal) van mudando con el tiempo su textura en nosotros al punto de que una parte de sí muere en el devenir. Alguien quizá me replique que eso no es morir, que es cambiar la piel, como los ofidios. ¡Eureka! Eso es el morir metafísico. La esencia permanece, pero nuestra contingencia metafísica va paulatinamente extinguiéndose. ¡Y qué bueno! No me gustaría mirarme un día al espejo de la conciencia y verme con los pañales sucios de aquella primera mañana, cuando yo no era la pregunta, sino el llanto, el berrido y la pataleta.

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