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“La mordida”

Solo le faltaba un trámite, un último paso para tener todos los papeles, -que no son pocos-, que lo autorizaban a montar su puesto de venta de tacos al pastor. Comida típica y popular mexicana, portátil y rápida, que se consigue donde vayas. Vale decir que, como tantas veces sucede con lo típico que es típico que venga de otra parte, los tacos al pastor es una receta basada en la carne asada a la parrilla de shawarma, traída por los inmigrantes libaneses a México. Como derivado del shawarma, es a su vez similar al kebab döner turco y el gyro griego, generalmente de cordero, -he allí la etimología de este «pastor»-. Sólo que, en México, los tacos al pastor son de cerdo. No se dice chequear sino checar, y aprendes más de geografía, historia o literatura, circulando por las calles de vida extraordinaria del DF, que con un libro de primaria.

Pues Agapito, lo que quería era montar su puesto de venta de tacos al pastor, con todas las de la ley. Pero se enfrentó a la ley ordinaria, la que se aplica con toda su vulgaridad, la de la burocracia enrarecida y la extorsión, la “mordida” que tan bien conocemos todos los latinoamericanos. Situación llevada al límite de la risa, a la sazón del talento de los actores de la Compañía de Teatro Penitenciario Externa, en El 77, Centro Cultural Autogestivo, y bajo la dirección de Artús Chávez. Actores que empezaron a hacer teatro cuando estaban presos y que ahora libres, disponen del oficio como modo de ganarse la vida. ¡Un milagro! Que conmueve sobre todo a los que, a pesar de creer en el arte hasta la militancia, nos cuesta creer en milagros.

El texto de creación colectiva, honesto, redondo, eficiente. El nivel actoral, sorprendente, exacto en el ritmo de la comedia, en la gracia del trabajo gestual, arrojado, valiente… Ver a los actores, con su cara de hora de irse a casa, luego de la función, perderse por la calle oscura después del teatro, con el aspecto humilde y al paso de su sencillez, es una imagen que no podré olvidar jamás. La imagen del teatro haciendo justicia. La imagen del arte que salva.

Un par de días antes, al Agapito de la calle, el de verdad, el sin nombre, visto al paso, lo rodeaba un grupo de policías que no solo “mordían” desaforados los tacos al pastor, sino que revolvían con desparpajo los tacos que quedaban en la cesta del vendedor, para meterlos en una bolsa y llevárselos. Los vi partir sin pagar. Una escena sin director, música, ni luces. Una escena sin talento y desgraciada, que vi en una calle al pasar desprevenida. Nadie me la contó, no es denuncia, es la pura verdad de la calle. Tan contundente y descarnada, como que, si el vendedor quería seguir en la calle, pues tenía que regalar su bien y su trabajo para no terminar en la cárcel. Quedé mordida yo por la injusticia, la impunidad y mi incapacidad de hacer nada.

Ver la misma escena en el teatro, de alguna manera le hace justicia a todos los Agapitos de las calles de México. Me cura la frustración, resarce mi fe. Me reafirma en la certeza de que el arte nos devuelve la verdad de las cosas y es así que nos permite ver, comprender y accionar más claramente. De que la potencia humana del teatro tiene un enorme poder transformador. De que es asunto de todos que las cárceles estén llenas de gente. Como bien lo enuncia la Compañía de Teatro Penitenciario en su arte poética, “Nadie conoce realmente una nación hasta que ha entrado en sus prisiones”.

Nelson Mandela (1994)

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