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La modernidad gaseosa

Zygmunt Bauman, fallecido a principios de este año, nos dejó el concepto de modernidad líquida, que suscita no pocas controversias. Resumido superficialmente, podríamos decir que Bauman plantea el paso de una modernidad sólida, en la que todo era estable y duradero, a otra líquida, en la que el vértigo del cambio es lo único constante. Todavía está en discusión si la modernidad líquida de Bauman es la misma posmodernidad de otros autores, pero dejando de lado las terminologías, hay en él un proceso reflexivo sobre nuestra contemporaneidad que nos interesa.

La metáfora del estado líquido de la sociedad y sus dinámicas ha servido para comprender la fugacidad de la vida actual. Así, por ejemplo, instituciones como el matrimonio y la familia se hacen líquidas, inestables y hasta evanescentes. Este término, evanescencia, podría ser uno de los más pertinentes para categorizar nuestra líquida modernidad. Sin embargo, y en algún momento Bauman lo insinuaría así, la liquidez moderna podría evaporarse.

Si ubicamos el cenit productivo de Bauman hacia 1980-1990, podríamos entender que sus postulados, si bien vigentes, deben ser revisados frente a los cambios sociales suscitados en cierta periferia cultural que podemos ubicar en África, Oriente Medio y Latinoamérica, por no hablar de la globalización económica de y desde China. En aquellas latitudes han surgido dos fenómenos sin precedentes que proponen nuevos retos al statu quo académico: el terrorismo del Estado Islámico y las democracias autoritarias de Latinoamérica.

El terrorismo, por primera vez, crea un domicilio para sí reclamando una figura jurídico-político-religiosa ya superada en la historia: el califato. No es solo que el Estado Islámico se revista de cierta estrategia geopolítica, sino que lo hace apelando a un modus vivendi anacrónico. Por otra parte, las democracias autoritarias de Latinoamérica –cuyo antecedente más remoto es la democracia del PRI en México– se han conformado sobre una base populista y un sucedáneo de institucionalidad democrática, ante lo cual el mundo académico y político se ha fracturado entre quienes las defienden como gobiernos legítimos de origen y quienes las adversan como regímenes ilegítimos en su ejercicio.

Ambos casos son magníficos ejemplos para ilustrar el concepto de modernidad líquida de Bauman, porque en ellos es apreciable la evolución de las categorías filosóficas y sociales desde lo sólido a lo líquido. Sin embargo, no todo es cambio y evolución (o involución). Hay categorías evaporadas.

Para cualquier ciudadano promedio que padece los efectos de estas democracias autoritarias, sin necesidad de haber leído a Bauman, Lyotard o Habermas, hay principios fundamentales del Estado democrático que se vaporizaron definitivamente. Uno de ellos, el derecho a disentir. En la democracia republicana el respeto a la disidencia, especialmente de las minorías, es un derecho que se asume como consubstancial a la misma. Por el contrario, en las democracias autoritarias de Latinoamérica, o bien la disidencia de las minorías es rápidamente humillada por las mayorías gubernamentales, o bien la disidencia de las mayorías populares es inmisericordemente reprimida por las minorías enquistadas en el poder.

La modernidad evaporada es el colofón de la modernidad líquida. El sfumato de prerrogativas esenciales de la democracia –como la autonomía de los poderes públicos, el respeto a los derechos humanos, el carácter apolítico de las fuerzas armadas, la alternabilidad en el poder y la equidad electoral– no constituyen un simple cambio del estado sólido a líquido, sino la vaporización de dichos principios.

La modernidad del incipiente siglo XXI ha iniciado su desertificación. Si miramos más a fondo y entendemos que Occidente tiene sus cimientos culturales en Grecia, Roma y la Cristiandad, no será difícil comprender la licuación de grandes soportes filosóficos y sociales, y su consecuente gasificación. Tanto la abrasión del más icónico producto cultural de Occidente, la democracia, por parte de movimientos de extrema izquierda como el resquebrajamiento de la paz social, causa y consecuencia del Estado de derecho, a manos del terrorismo islámico suponen el acabose de una de las dimensiones más emblemáticas de Occidente: el individuo. Más aun cuando se lo somete al sfumato de la colectivización ideológica o se lo convierte en masa pavorida.

Yo soy hijo de una modernidad líquida que miró más el torrente del río de Heráclito que al hombre sumergido en él. Mis alumnos de la universidad, en cambio, son hijos de la modernidad gaseosa, atentos a un algo que no se ve solo con los ojos de la razón. En todo caso, los jóvenes de hoy residen en un Occidente bastante diverso de aquel otro que a su edad yo habité. Y a pesar de ello, sigue escuchándose ponderosa la oscura sentencia de Faulkner en Requiem for a Num: «The past is never dead. It’s not even past» (El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado).

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