Sonaba una tonada en modo descarga, en género cercano al jazz, con intervalos de quintas y terceras mayores, de esas que te hacen sentir que todo es posible y te puedes comer el mundo, tipo «if you can make it here, you can make it anywhere». Me fue fácil acelerar el paso con ganas de atajar su ritmo en 4×4 certero y alegre. Bajé rápida las escaleras del metro hasta alcanzar la cálida protección de la plataforma subterránea lejos de la lluvia, donde la banda de cuatro músicos jóvenes hipsters estaba de espaldas, de frente expuesto un hombre moreno en sus tempranos 50, como un despojo sobre el banco de roble, sus pantalones abajo, su sexo a la vista de todos los que esperaban el tren que no llegaba, bajo la inclemencia de la luz blanca de la estación. La noche tenía rato, el frío arreciaba afuera, la gente bajo tierra tampoco era poca. Nadie miraba al hombre del banco. Todos sabían pero nadie miraba. No por respeto a él, que dormía profunda y plácidamente -como sólo pueden dormir los culpables a los que no les importa nadie, y que tampoco le importan a nadie-, sino más bien por no incurrir en el mal gesto del curioso, frente a los demás conscientes. Todos desentendidos miraban enfocados a la banda tocar, ninguno osaba desviar la atención a la inquietante intimidad del señor desparramada en el banco.
Tampoco nadie parecía interesarse en el hombre con peluca de melena lacia anaranjada, audífonos por encima del pelo de brillo plástico, abrigo gris jaspeado, con cartera gris con cadena a un lado, y botines de tacón, que manejaba con digna dificultad de derecha a izquierda, de un lado a otro, como si ensayara su coraje de ser quien quería ser. Su mirada clavada en el piso esquivaba cualquier juicio ajeno como si no le importara, aunque la alerta tensión de sus músculos, de su caminar despierto, desdecía su aparente seguridad dejando ver que nada de lo que pasaba a su alrededor se le escapaba. Yo, con mi tercer mundo a cuestas, de curiosidad indiscreta, miré más de la cuenta como miramos los venezolanos, más de la cuenta. Y él, o ella, sé que supo que la miraba. Me sentí avergonzada. Me esmeré en mirar los rieles hasta que finalmente llegó el metro. No supe más de los que animaron mi espera. Anónimos nos perdimos en distintos vagones cada quien con un destino acotado a la línea F.
En la próxima parada se montó un señor de barba y pelo muy blanco, con la ropa no muy limpia pero tampoco sucia, que hizo que el joven que se sentaba entre los dos prefiriera viajar de pie a partir de la próxima estación. Me pregunté qué sería lo que lo espantó. De nuevo traté de domesticar mi mirada indiscreta. Pero ¿cómo hacía si el señor sacó un montón de servilletas de papel sin usar y con sus dedos larguísimos de uñas impecables, las empezó a ordenar con artrítica dificultad en montones inexplicables? ¿Para qué le servirían esas servilletas ordenadas en cuatro grupos? Se las metió entre las medias. No logré saber si se trataba de alguna herida, una rotura en el zapato, tal vez… Sus varias capas de ropa no me dejaron ver el detalle, a pesar de que mi descarada curiosidad llegó a inclinarme hacia adelante. El que se sentaba en el banco de enfrente me miró tal vez interesado en el origen de mi imprudencia, aunque no tanto como para criticarme ni sostenerme la mirada más de un par de segundos.
Dos días después tuve que hacer una larga cola en el aeropuerto de Maiquetía frente a las casillas de control de pasaportes. Ya mi mirada no resultaba indiscreta, mi curiosidad viajaba libre de unas nalgas implantadas a unas tetas extremas, de la curiosa melena que aunque no era plástica, no se movía como se mueven las melenas, tal vez muerta de tanta lisura obligada… mucha mecha California, mucha fantasía y estampado, todos los cuerpos forrados, rellenos y más gordos, las carnes embutidas en fibras sintéticas, tacones y plataformas, y miradas indiscretas, en todas las direcciones, con todas las intenciones, como balas perdidas, hurgando en lo ajeno, comparándose, midiéndose, luciéndose, envidiándose… Tanto que ahora era yo la que esquivaba mirar al que miraba, con estupor aunque alerta ante el ataque de la mirada indiscreta de mis semejantes.
Al llegar a casa, mi gato tampoco pudo dormir en paz esa noche en Caracas, rodeado de la indiscreta exuberancia del jardín plagado de insectos extravagantes e insondables, oscuridad de ladridos lejanos, trinos de pájaros misteriosos, alguna pachanga vecina de ritmo desenfrenado y alarmas de carros que denunciaban el peligro no muy lejano… tampoco muy discreto.