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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

LA MAZMORRA

Joaquín no rige bien. Tiene el cuerpo achatarrado, da la sensación de haber sido engendrado un domingo a media tarde con desgana. Es catedrático de Historia, habla diez idiomas, gana un dineral con una empresa de coaching emocional para la que trabaja un día a la semana desde casa y, sin embargo, es incapaz de gestionar su propia vida. 

Aparte de terapeuta, es ninfómano vocacional. Vive en la calle Carolina Coronado, aunque suele atender a sus clientes en una mazmorra de lujo que ha excavado en el Palacio de los Zapata aprovechando su amistad con un empresario local. No les cobra porque se trata de necesidades fisiológicas. Desde que murió su madre y le dejó una apetitosa herencia no da un palo al agua. Solo se dedica a copular en interminables sesiones de sexo y drogas que empiezan a las tres de la tarde y terminan a las dos de la madrugada. Duerme media hora y recibe de nuevo hasta la hora de comer. Se alimenta a base de anabolizantes, hormonas en polvo que compra en un chino, crack y tina. Tiene 50 años y aparenta 70, si bien se considera un bombón que causa estragos allá donde va y rememora cada diez minutos que en su juventud fue el chico más guapo de Llerena. De hecho, varios promotores pacenses de publicidad se plantean utilizar su rostro decrépito como reclamo turístico para enderezar el turismo de la Campiña Sur, de capa caída tras la crisis del coronavirus. Psicología bidireccional, dicen… 

Cree que su carácter es especial, de esos de rompe y rasga, que sienta cátedra cada vez que habla, cuando en realidad goza de una personalidad Ikea, adaptable a todo pero sin fundamento. Es una de las personas más egoístas y egocéntricas que conozco y hay que hacer las cosas cuando él decide. Joaquín no habla contigo, sino con su reflejo. No importa que esté mirándote a los ojos fijamente con su característica mueca aviesa, tú no existes, eres un espejo. 

Ha insistido varias veces en que nos vayamos juntos de vacaciones porque, aparte de sus ligues sexuales, no tiene a nadie, pero yo siempre he rechazado su oferta. Para periodos de un par de horas a la semana te saca de algún apuro cuando la soledad es un compañero demasiado pesado, pero tomaría una infusión de cicuta si tuviese que pasar más de un día entero a su lado. Paradójicamente, se gana la vida aconsejando a los demás sobre cómo enderezar la suya. En Llerena lo tiene un poco complicado porque no es Chicago y viven cuatro personas. Además, a la gente de aquí no le gusta perder el tiempo con un cantamañanas. Ha estado mucho tiempo sin hablarme porque le dije que me parecía absurdo que siguiese conviviendo con su pareja. Durante más de doce meses llegó tarde todos los días a nuestra cita para hacer senderismo por el río Sotillo. No paraba de despotricar contra su chico. Daban ganas de acompañarle a su casa y lanzar al marido por la ventana, insultarle o escupirle. Satanás era Gandhi al lado del compañero de Joaquín. Yo coincidí con él un par de veces y no me gustó. Iba de santo, pero la cara de hereje no se la quitaba nadie, y en el pueblo se comentaba que era muy traicionero y que tenía la mente llena de ponzoña. A pesar de todo, Joaquín le utilizaba. Para personas como él, el amor es algo que utilizan los demás. Lo copia con maestría, adereza algunos de sus comentarios con frases profundas extraídas de algún manual de la buena esposa, pero no deja de ser una actuación.

Seguridad. Estoy con él porque me da seguridad, solía decir. Menuda obsesión que tienen ciertas personas con tener a alguien que les haga sentirse seguros, estilo Prosegur. Me gusta llegar a casa y que la luz esté encendida, comentaba Joaquín después de afirmar que su pareja era un cabrón al que no soportaba y tras haberse acostado en una sauna de Badajoz con un francés de 22 años. Existen sistemas de encendido de las luces con temporizador programable. No lo entiendo. Me hacía mucha gracia, y al mismo tiempo me apenaba, que personas como Joaquín se aferrasen a relaciones acabadas. Tanto él como su ahora ex-marido ganan muchísimo dinero y tienen su vida asegurada. Así que puede decirse que han pasado los últimos diez años explotando su lado masoquista. 

Durante el periodo en que me hizo vacío, me veía por la calle y me evitaba. Si no le quedaba más remedio que cruzarse conmigo, me soltaba un hola con menos efusividad que el que diría a un funcionario de Hacienda o me hablaba del proceso de construcción de la muralla urbana de Llerena en el siglo XIII. 

Ególatra hasta extremos insospechados, no toleró que le dijese que su relación estaba muerta y que no era tan guapo como él pensaba. Tenía cara de perro, hinchado por los anabolizantes. La verdad es que me hizo un favor. Estaba harto de estar tumbado en medio del campo tratando de endurecer mi abdomen y tener que soportar la misma perorata de Joaquín día tras día. A mi edad mantener una tripa firme es casi una entelequia. 

Inciso: Yo no tengo nada que ver con mis amigos ricos. Gano de media 75 euros al mes y vivo en un piso que me ha cedido mi padre al lado de la Guardia Civil. Lo hizo con vistas porque soy un bala pedida y pensó que si la Benemérita me controlaba enderezaría mi vida. El apartamento lo comparto con dos familias que, aunque no viven en el pueblo, pueden venir cuando quieran, compro marca blanca que hasta me parece cara y hace cinco años que el viaje más largo que hago es a Casas de Reina. Me dedico a la creación teatral. Y en Llerena, de manera que dependo de la caridad para subsistir. Cuando tengo suerte y estreno una obra de microteatro en un bar de Badajoz me entran ganas de llorar. 

Joaquín había mantenido el frenético ritmo sexual de la actualidad cuando convivía con su marido, a quien obligaba a quedarse encerrado en el comedor durante las doce horas que solían durar sus encuentros. Incluso tenía la desfachatez de mandarle un mensaje para que le dejase al lado de la puerta de su mazmorra (se había construido una sala de torturas sexuales con los últimos adelantos tecnológicos) papel higiénico y lubricante en caso de que se hubiesen terminado. Con el primero limpiaba el rabo a sus amantes (a menudo grupos de seis personas con quienes follaba a pelo y hasta arriba de mierda) y con lo segundo se humedecía el ojal porque le gustaba el sexo duro, es decir, combinaba las vergas de sus clientes con consoladores, pepinos, taburetes, minipimer y farolas. Una vez que el confinamiento estatal decretado por el coronavirus terminó, y psicológicamente afectado tras un mes devorando documentales sobre la naturaleza en Senegal de National Geographic, tiró la casa por la ventana y montó la mazmorra justo debajo del Palacio de los Zapata. Una mazmorra anticonstitucional, al estilo de las peluquerías ilegales de las películas de Almodóvar, pero con un toque chic heredado de sus años universitarios.

Hace un tiempo dejó a su marido y se ha echado un nuevo novio. En una de sus sesiones conoció a un chico de Ribera de los Molinos de 20 años. Rubio, ojos azules, ciclado, poco culto, manubrio pacense y acento de extrarradio ideal para que le insulte mientras se lo trajina.  A la edad de Joaquín, en la cama, se confunde el orgasmo con un infarto, por lo que necesita sangre fresca que le permita dilucidar lo que experimenta sin paños calientes. Además, siempre ha sentido predilección por el sexo carcelario y es un firme defensor del sadomaso. Cuando le sale la vena catedralicia, adopta una expresión serena y explica que hay dos niveles de sadomasoquismo. Lo hace como si estuviese en una conferencia de Estado. Al fin y al cabo, su vida consiste en eso y le pone mucha pasión. Por un lado, el nivel A, es decir, personas que desean sufrir, aquellas que gozan cuando se les inflige dolor. Ahí mete al 60% de la población pacense. Por otro, el nivel B o categoría superior, la suya, como no podía ser de otra manera, que se aplica a quienes disfrutan viendo como el sayón goza al causar sufrimiento. Si quisiera dolor gratuito como el primer nivel, me iría al dentista. Es una de sus frases de cabecera. Cuando la pronuncia, con voz seca y perentoria, parece que está anunciando el regreso de Jesucristo. 

Su nuevo amo se llama Nicolás y no vale nada. Un auténtico bocachancla. Joaquín necesita gente de ese estilo para destacar y que su incontinencia verbal campe a sus anchas, si bien lo que pretende en el fondo es que la Campiña Sur vuelva a estar en los mapas, que acudan turistas de medio mundo a disfrutar de unas buenas migas contemplando cómo Joaquín es empotrado contra la pared del Palacio de los Zapata por su nuevo amor, provocando un terremoto de nivel 9 en la escala de Richter que destroza medio pueblo y cuya onda expansiva llega a la costa portuguesa. El coronavirus, la Ley Celaá y Puigdemont dejan de interesar a la opinión pública. Llerena acapara las portadas, aparece de nuevo en las enciclopedias, los GPS de los móviles la reconocen, Google le dedica varios especiales, Masterchef graba su programa de Nochevieja en la Plaza de España… Todo gracias a una mazmorra, a fluidos de dudosa procedencia y a un ninfómano achatarrado de altos vuelos.

FIN

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