Durante una reciente clase de Estudios Sociales, con jóvenes de noveno grado, hicimos en coevaluación un foro de discusión sobre la independencia de América Latina, y la pregunta que sirvió de derrotero para abordar la plenaria fue ¿sí hubo o no independencia? y, si en efecto se dio, ¿hasta qué nivel? Las respuestas, además de ser discutidas en clase, debían incluirse en un foro virtual que habilité, a fin de estimular todas las habilidades comunicativas.
Marcelito mencionó, palabras más, que desconocer la veracidad de la independencia sería desestimar el gran esfuerzo de los próceres; fue un comentario merecidamente aplaudido y que reconoce un ejercicio de reflexión y de criterio sobre lo que se ve en los libros de historia —como no debe ser de otra manera—. Asimismo, Victoria afirmó que, al heredar la lengua, la religión, las costumbres y la organización social del imperio del cual se emancipa, no se puede hablar de una verdadera independencia; ante lo que, Alejandro, su compañero de puesto, complementa que lo argumentado por ella habla más de una independencia frágil, pero que, al conservar la autonomía, un nombre propio y una constitución como Estado, sí mantiene una independencia que, mal que bien, debe seguir construyéndose.
En ese momento, añadí que es bastante razonable la reconstrucción que se estaba realizando, en virtud de que las repúblicas de América Latina tuvieron un grito de independencia que se consumó años después de sus respectivas declaraciones, y quise ahondar; sin embargo, hay momentos iluminados en que la construcción del conocimiento requieren del profesor poco más que una mediación… este fue uno de ellos. Entre estos y muchos otros argumentos, que los estudiantes fundaron con los datos dados en los libros didácticos, dieron valor a la independencia de Haití, la primera en América Latina (1790-1804); la de Ecuador, proceso que tuvo varios momentos entre 1809 y 1830; la de Colombia, con la anécdota memorable y de realismo mágico del Florero de Llorente, en 1810, hasta la conclusión del proceso en 1809; entre otros momentos que los estudiantes detallaron con una majestuosidad impecable. Les pedí, entonces, que, en vez de la clásica hojita de selección múltiple, guardaran sus aportes para el foro de comentarios que estaba en un video que preparé en YouTube para la actividad y que llamé, precisamente, «Crisis colonial e Ilustración en América Latina».
Durante los años en que la academia definió mi instrucción sobre estos temas, en congresos, clases magistrales, foros universitarios… siempre han resoplado en mi cabeza muchas ideas y cuestionamientos que, muchas veces, no han sido satisfechos por los libros: el concepto de independencia, sobre todo en América Latina, ha sido uno de los que más me han electrocutado las neuronas y, si bien es ya un lugar común discutir el concepto de independencia, sobre todos en las fechas patrias, he sentido que mi inquietud no ha quedado plenamente resuelta. Por tanto, cuando mis estudiantes dieron esa clase magistral, fui a casa a retomar los viejos manuales de historia para ahondar más y estar a la altura en la siguiente clase; pues me sentí gratamente minúsculo ante la inmensidad de los aportes de unos adolescentes de entre 13 y 15 años, que me devolvieron una fe perdida en esta llamada «generación blandita» o «generación del niño estresado», como me gusta nombrarla.
Bien, los manuales me llevaron nuevamente a la incierta náusea de mis años de estudio, donde me colmé de fechas y cifras —a veces manipuladas—; entonces, decidí revisar los comentarios de mis estudiantes, para intentar cualificar algo que no merecía calificarse con una cifra que se firma en los boletines entregados a padres y representantes: ¿cómo cualificar el criterio y el ejercicio interpretativo?; pero, igual, era menester hacerlo. Uno de los últimos aportes que estaban en el cardumen de comentarios fue el de mi estudiante Paola M., quien me dio una lección tan precisa y por la que hubiese aplicado a un millón de cursos o posgrados solo para llegar a tan alta conclusión, y que se puede lograr solo cuando se tiene el espíritu fresco y la cabeza alivianada por la magia de la inocencia: «En realidad, no hubo independencia, pues un país no puede llamarse “independiente”, cuando ha heredado de su opresor algo como la discriminación».
Puede ser una frase llana y sin mucha complejidad; no obstante, es mucho más potente de lo que parece. Quizá mis amigos o los lectores de academia dirán que exagero; pero, de mi parte, estimada Paolita, mañana iré a clase a leer este artículo en voz alta y, de seguro, el aplauso de tus compañeros será tan alto como el de tu genialidad: ellos sí me han enseñado que, incluso en el aprendizaje, la magia está muchas veces en lo simple. Le has enseñado al mundo que la verdadera esclavitud radica en heredar vicios tan abominables como la discriminación, que, en este triste ahora, tiene sus cadenas royendo las pantorrillas de nuestra historia. Tú me has hecho revalidar que estudiar la historia vale la pena más que antes, más que ahora y más que en un futuro afortunadamente incierto.