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La magia de MacNeice

Salgo de Múnich para enfriarle los pies a los fantasmas de esta pandemia. Llevo meses sin dormir en otro lugar y el sonido de las maletas al rodar sobre el asfalto hace vibrar en mi piel la nostalgia. Como dice Louis MacNeice en su poema, renuncio a darle más vueltas a las cosas, siempre buscando la diferencia entre esquina y rincón, siempre despreciando lo irreflexivo. Necesito viajar, arrasar los castillos de arena y deshacer las trenzas.

Salir, viajar -de calle en calle, de valle en valle, da igual- te hace mejor persona. Te permite descubrir los problemas de los demás, las ilusiones, qué les divierte, qué les molesta. Y sorprenderte por lo que encuentras a tu alrededor o por lo que descubres dentro de ti.

A los alemanes en general les molesta el ruido de la mesa de al lado, el desorden en la cola, la falta de señales en la carretera, las versiones beta, la improvisación. Pero llevan bien los atascos, el papeleo, la sencillez, las verduras crudas, las escaleras y los baños comunes.

El viaje por carretera desde el sur hacia el norte pasa por un territorio que se aplana y se humedece a medida que te alejas de los Alpes e intuyes el Mar del Norte y el Báltico (Mar del Este, como le llaman aquí). Las venas grises de las autopistas están llenas de contenedores cargados de fresas, álabes, turbinas, objetos electrónicos, como glóbulos que hacen palpitar el corazón de Europa. A menudo hay más camiones que coches a mi alrededor.

El agua está ya cerca. Veo las barrigas de nubes repletas de océano, arrastrándose como pingüinos sobre un viento frío y despabilado. Este es uno de los territorios con mayor densidad de molinos eólicos del mundo.

Al salir de la autopista doy varias vueltas a la rotonda, como Truman gira en torno a la puerta giratoria cuando por fin se agrieta la cárcel que lo retiene en la película sobre su show. Elijo destino y siento resquebrajarse la corteza que me ha mantenido rígida en las rutinas diarias del covid19 durante tantos meses. Tamborileo sobre el volante, siento hormigas en los dedos porque sé que lo inusual aguarda.

El campo verde se llena de pequeñas venas que unen poblaciones menores. Alemania, compuesta por dieciséis regiones, tiene una constelación de ciudades importantes (los núcleos industriales hanseáticos, las antiguas capitales de los principados unidos en el imperio alemán y las sedes universitarias, entre otras) como Fráncfort, Colonia, Leipzig, Dresde, Múnich o Hamburgo y a su alrededor, multitud de pueblos vivos. La economía se nutre de pequeñas y medianas empresas, lo que permite que una población de menos de cien mil habitantes tenga, por ejemplo, el laboratorio que desarrolló la primera vacuna del mundo contra el covid19.

La carretera ahora es recta, una cicatriz de castaños y tilos centenarios que parte un mar, amarillo a un lado y verde a otro. El viento aletea entre la colza en flor y el trigo joven, levanta por fin el polvo que ralentiza el rodar de mis neuronas y me relajo con la anticipación de que no sé lo que viene y no importa, porque es pasajero.

El estómago hace que Wiesenburg, a una hora de Berlín, con su palacio de 1865 y su historia en la parte soviética de Alemania, sea la primera parada. Las casas bajas, modestas, algunas con apariencia de guardar aún casetes, pósteres, alfiles de madera y colecciones de sellos, pespuntean el camino. Vasos, bombillas y alpargatas comparten un escaparate y las cuatro tiendas de la calle principal tienen aún apellidos. Hay una panadería, que abre a las seis y cierra a las dos de la tarde, y un restaurante de döner que casi no cierra.

Los rusos echaron de aquí a los nazis y este pueblo creció a la sombra de la URSS hasta finales de los noventa. Media docena de edificios de cemento, el “pequeño Moscú”, sobresalen como uñeros sobre un mosaico de tejados naranjas. Luego llegó la unidad del este con el oeste de Alemania y aún quedan grumos en este proceso de fusión, que se presuponía subliminal.

Ya no estoy en ningún otro sitio, solo aquí. Viajando. Los castillos de arena se alinean con la costa y huyen los lobos que aúllan a lo largo de mi costa (otra vez MacNeice).

Me siento frente a la muralla, relucen estrellitas de brillantina sobre los adoquines y me imagino una mano regordeta sembrándolas, unos ojos de fondo limpio maravillándose. El café es mediocre, pero incluye una sonrisa. Atrás queda la cafetera de mi casa, los siete tipos de arábica acumulados durante la pandemia.

El heredero del palacio huyó a Suecia en 1942, cuando las cosas empezaban a torcerse para los nazis, y allí tuvo un hijo que se casó con la cantante morena de ABBA. Ahora son apartamentos privados y el patio, el torreón, la terraza y los jardines están abiertos. Escalo los peldaños como montes y pierdo el aliento a medida que gano luz. Durante unos instantes yo reino sobre la mansión de los tiranos. Me sorprendo riéndome en voz alta.

Ya no oigo a los lobos. Sigo viaje. La magia de MacNeice ha funcionado.


**El poema de Louis MacNeice se llama Wolfes y puedes leerlo en inglés aquí.

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