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Francisco Martínez Pocaterra

La luz que rasga las sombras

No debemos ser jamás la nación que sueña alguien más.
Seamos siempre la nación que colectivamente soñamos.

Escuchaba a Francis Terán con Shirley Varnagy, y, más allá de mi sorpresa por encontrarla de nuevo en los medios con su sano optimismo, me agradó mucho una frase suya durante la entrevista: los países se construyen con trabajo de equipo. Sin embargo, no sé si por zánganos o por la amplia lista de caudillos y mandamases que han ejercido el poder en Venezuela, nos enamora fácilmente un charlatán. Chávez lo fue, sin dudas, y lo fueron otros, como el general Cipriano Castro, y el hombre fuerte detrás del telón que la Revolución Restauradora echó al suelo en 1899, Joaquín Crespo, hijo dilecto de otro tirano más, el general Antonio Guzmán Blanco.

Hubo infinidad de caudillos iluminados que llegaron a rescatar la república de oprobiosos regímenes fementidos y, que cebados por el poder y las prebendas que este concede, terminaron siendo peores que sus predecesores. Y es que la otrora estrella del fitness televisado tiene razón: los países son obra de equipos y no de mesías salvadores que a la postre solo dejan ruina y dolor.

La narrativa mesiánica no es nueva. Mussolini abusó de ella y Adolfo Hitler la llevó a extremos delirantes. El general Gómez construyó la paz sobre un único caudillo, él. Los otros jefes regionales huyeron al exilio o terminaron encerrados en sus mazmorras. Gadafi construyó su reino sobre el libro verde, y, tras cuatro décadas en el poder, acabó linchado por la muchedumbre… La historia nos ofrece infinidad de ejemplos, y aun así no queremos aprender.

No se trata de un nombre pues, sea Juan Guaidó, María Corina Machado o en el caso de quienes aún permanecen fieles a la revolución, Nicolás Maduro o vaya uno a saber quién más en ese sarao. Se trata de un equipo comprometido con los ciudadanos. El poder para fines personales, como el latrocinio en tiempos de Pérez Jiménez o la lujuria de Cipriano Castro, es una aberración intolerable. Entiendo la vocación por el poder de los líderes, pero no merecen este epíteto aquellos que del ejercicio del poder han hecho un muy lucrativo negocio personal. Y cuando se encumbra a un caudillo, se construyen monstruos, máxime cuando se trata de pobres diablos plagados de resentimientos y rencores como un perro callejero, de pulgas y garrapatas. La adulación es un veneno poderoso que empobrece y consume el alma de las personas.

Sin embargo, un equipo supone variedad de ideas y pareceres, y aunque es esa diversidad lo que le nutre y perfecciona sus obras, los soberbios la temen como un niño, a los monstruos que su imaginación recrea en las sombras, y, por ello, la persiguen y la condenan vehementemente. Tal vez porque, ocultos en ese variopinto grupo de trabajo, destaquen otros más sabios y capaces, y desnuden su nadería. Un verdadero líder no se impone sobre los demás, sino que, por lo contrario, les anima a dar lo mejor. Eso hizo Betancourt en su segundo mandato (1959-1964).

El verdadero liderazgo sirve de faro, de luz que ilumina el camino, pero es este, la construcción de todos, cada uno aportando su esfuerzo particular. Allende no alumbró a los chilenos, sino que, como los arteros, una vez en el poder, traicionó a la UP, y de la mano de Fidel Castro, pretendió llevar a Chile por un derrotero que la mayoría no deseaba: el socialismo, el genuino, ese que siembra miseria y cosecha pobreza. Chávez cometió el mismo pecado, y no fueron los votos los que le apuntalaron en el poder, sino la sombría bellaquería de sus esbirros. En lugar de la viscosa humareda que nubla y oscurece, seamos luces que rasgan las sombras, faros que conducen a puerto seguro.

Para ello, no basta la buena voluntad. Se requiere esfuerzo, porque no es la nuestra una tarea fácil e indolora. Por lo contrario, será penosa y sacrificada. Es una tarea que nos exige compromiso y desprendimiento, porque no es la voluntad caprichosa de un caudillo lo que habrá de liberarnos de tiranos, sino la visión que como nación tenemos de nosotros mismos, y la voluntad de reencontrarnos en medio de la diversidad de ideas.

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