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La locura y el poder (Parte IV)

Crónica de un desastre anunciado

Aquel comienzo presidencial de Hugo Chávez, un llamado a un lugar imposible de ocupar, habría podido advertirse si no hubiera estado camuflado con la ideología. Recuerdo claramente haber pensado, cuando lo escuché en el primer discurso, que seguía hablando como candidato, como si no hubiera ganado. Para otros ese efecto (su temple querellante) debía ser leído como fervor revolucionario. Lo cierto es que probablemente padecía un trastorno psicótico similar al del caso Schreber de Freud (cuando también fue nombrado y reconocido por el Tribunal Superior) o más cercanamente al candidato Diógenes Escalante, cuando estaba a punto de entrar en la presidencia de Venezuela y tuvo la crisis que lo invalidó. Es la llamada a un lugar sin registro subjetivo, aquello que no puede ocuparse porque el diseño simbólico de sus fantasmas originarios lo han vetado. En este caso, signo de los tiempos, la alteración se fundió con el rol ferviente de confrontación que nadie cuestionó, aunque era expresión de esa imposibilidad. El cuadro, con visibles expresiones paranoicas, se disfrazaba de radicalización. Lo cierto es que desde ese comienzo desató el ámbito del estado de excepción, pero doblemente, porque ya padecía la excepción, la falta de reglas, como su condición psíquica básica. La falta de una arquitectura normativa había sido contenida por una poderosa regulación externa, y a pesar de las fantasías conspirativas la había suplido antes la jerarquía militar. Su contención psíquica fue siempre el ejército.

Volviendo a la escena inaugural, ¿qué es un juramento? Es la afirmación mística del poder conferido a una palabra, tal como la bendición o la maldición, y tiene un valor relevante, especial, que compromete todo el universo significativo de un sujeto. Implica su lugar simbólico, el pacto con otros en el plano del símbolo que el juramento exalta. Si alguien jura “sobre esta Constitución moribunda” no implica una simple paradoja a lo Bertrand Russell, un “doble mensaje”; nos indica su imposibilidad íntima de jurar, impotencia de compromiso, porque simbólicamente no tiene desde “donde” jurar (una mayor salud mental permite mentir, cruzar los dedos, pero en su estructura, a diferencia de Napoleón, Chávez finalmente se creía Chávez), de manera que su estatuto quedaba en el limbo. En ese lugar sin límites gobernó 14 años, buscando y trasmitiendo identidades, siendo un rostro para los otros para poder ser algo, inundando las conciencias. Las secuelas de esa falta estructural de bordes trastornaron buena parte de la población. Aquella festejada proclamación, “Chávez los tiene locos”, era trágicamente cierta, también para los que la emitían socarronamente sin saber que eran su síntoma. Aquel cartel de una anciana luego del golpe, “Devuélvanme a mi loco”, era asimismo un pedido por la fantasía delirante perdida para una vida ya carenciada. Este es un caso en que el fenómeno de identificación social, que Freud estudió en Psicología de las masas y análisis de yo, está sujeto a circunstancias incontrolables e ilustra de manera palpable que la patología del líder no es inocua para la masa. ¿Cuál es la masa que recibió eso? Una población casi anarquizada anímicamente, dependiente del clientelismo político, como un siglo atrás del caudillo federal y dos siglos atrás de Dios y el  Rey,  a la que alguien sin estructura normativa detecta fácilmente en su orfandad fundamental. El tono pedagógico y constante de este padre que trata de encarnar accede a una sensibilidad masiva y sujeta a esa identificación. Bolívar, como padre de la patria centraba esa apelación, el bolívar como moneda la sostenía, y él la reencarnaba. Los símbolos no existen en sí mismos, solamente en relación con otros que lo demandan, porque siempre están inacabados o ausentes, tal como lo muestran los delirios y las obsesiones. La clave de su sortilegio no era su carisma en abstracto, ni su festejada habilidad como líder, era el defecto psíquico conveniente y su relación con la población afectada, la fisura identificatoria que indicaba como un imán el lugar de los otros que hipnotizaba.

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