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La locura y el poder (Parte III)

Sujeto, lugar y palabra

La teatralización de una paternidad nacional, el cariz pedagógico, el don hereditario, el “hijo político”, configuran en el discurso de Chávez un poderoso anhelo de linaje. Las constantes referencias al tatarabuelo que estuvo en la revuelta federal, las citas de la infancia, la novela de su vida, suscitaban la identificación con aquel que saltó del pueblo al balcón del poder pero sigue siendo “nosotros”: alguien “iluminado”. La tertulia, en cualquier lugar, seguía manteniendo el ambiente, y la televisión no disminuía el carácter directo, inmediato, horizontal, de un coloquio que se derivaba constantemente. La historia sucedía hablada, la gesta transcurría en tiempo real. Muchísimos acontecimientos eran verbales: guerras, acechanzas, peligros, estocadas y salvataje, hazañas sin referente material. Aquel que representaba al pueblo era a su vez representado por el pueblo, en esa deriva conversada de aventuras extraordinarias, que se ramificaba como si el linaje nunca pudiera fijarse. ¿Pero quién hablaba, quién estaba en ese lugar inquieto?

En nuestra perspectiva freudiana de la clínica, procuramos siempre el detalle, el equívoco, y nos acercamos al objeto de una manera distinta a la de las teorías sociales, por ejemplo escuchamos largamente una frase. Sabemos que en la clínica, en las primeras frases de un largo tratamiento, ya está incluido su final, aunque lo desconocemos. Cuando termine el proceso terapéutico, entenderemos ese principio, porque como observó un clínico veterano, “en la entrada está el ticket de salida”.

Veamos entonces el comienzo de la instauración jurídica del carisma de Chávez, ya constituido su nido en el significante vacío del modelo populista. Había sido elegido, nadie dudaba, y nada impedía que institucionalmente ya estuviera centrada y reconocida la hegemonía. Sin embargo, su apropiación del rol reveló su sesgo personal y político a través de una frase inaugural: “Juro sobre esta Constitución moribunda”. La declaración centró abruptamente la ceremonia. Fundó su comienzo, en vez del juramento formal, de salón y protocolo, cuando los políticos del Estado y anteriores presidentes lo recibieron y lo subieron al trono.

¿Qué es un juramento? En su aguda investigación sobre la arqueología del juramento, Giorgio Agamben lo considera como una garantía ritual del nexo del hombre con las cosas, invocaciones sacralizadas tales como las maldiciones o anatemas. Las religiones monoteístas, especialmente el cristianismo, heredan del juramento la centralidad de la fe. En ese estudio observa que la estructura del juramento se sostiene en tres conceptos: la fides (afirmación), la bendición (invocación a los dioses como testigos) y la maldición (ruptura del juramento no eficaz), y, finalmente (por una inspiración que tuvo de Gershom Scholem y Walter Benjamin), Agamben añade que subyace en la palabra misma la presunción del “nombre” de Dios. El juramento es por ello una institución simultáneamente jurídica y religiosa, reinscribe al hombre en su naturaleza de ser hablante y junta las palabras y las cosas. El juramento recupera el lenguaje como sacramento: “El hombre es aquel ser viviente que, para hablar, debe decir ‘yo’, o sea debe ‘tomar’ la palabra, asumirla y hacerla propia”[1]. Su emisión invoca una correspondencia primaria entre las palabras y los actos. Aunque Agamben retoma la teoría de los performativos, como es la “promesa”, esas palabras que actúan y persuaden, le da al juramento un estatuto especial. Lo define como “veridicción”, aquello que al enunciarse se agota en la pronunciación, una eficacia en relación al mismo sujeto que pronuncia el juramento. El sujeto no preexiste al juramento, ni se liga sucesivamente a la palabra, ni coincide después, sino que coincide con el mismo acto de palabra. ¿Qué sucede entonces cuando no ocurre, cuando el sujeto no puede coincidir con su palabra?

“Juro sobre esta Constitución moribunda”. Ese fue el comienzo del mandatario y a nuestro entender su clave mayor. Axioma inaugural de la imposibilidad de coincidir con su propia palabra, y aunque sugiere el clímax de una ambivalencia obsesiva, nuestra aproximación es provisionalmente de otro orden. La ambivalencia, la oscilación, nos señala un sesgo constante de la administración de su gobierno: afirmación de la Constitución, la ley que lo legitima (y que mostraba constantemente como la “biblia” ciudadana) y su perpetua transgresión de la misma mediante decretos y redefiniciones. Esa posición, el pasaje inestable entre legalidad y legitimidad, fue ilustrada en ese juramento. También irradia el temple del “estado de excepción” en formulación casi pura, borde que acepta y rechaza la jurisprudencia en el mismo gesto, condición que se trasladó pausadamente por años a todo el sistema económico y administrativo. Replicada con vigor fractal en la vida social, esa falta de afirmación determinó un aventurerismo impulsivo y transgresor que arrasó el intercambio económico y erosionó todas las funciones públicas (a diferencia de Hitler, que solamente aplicó la “excepción” a los “sub-hombres” y evitó anarquizar todo el sistema). También la frase indica algo sobre el proceso de trasmisión en sí mismo, un conflicto para la delegación que siempre exige toda práctica administrativa. La imposibilidad de heredar fluidamente el poder (que indica ese extravagante comienzo) es complementaria con la imposibilidad de legarlo, y así quedó anímicamente atosigado con el mismo. Aquí advertimos como se anuda la carencia afectiva, el déficit identificatorio, el vacío íntimo, con el ejercicio político. Sin paternidad “simbólica” no hay autoridad, no hay trasmisión, no puede circular su jerarquía más que a golpes de impulso y no puede instrumentarse a largo plazo sin autoritarismo compensatorio. Ese empoderamiento, que no procura instrumentarse, porque no remite a nada ni tiene línea que haga de referencia, lo atrapa en el impulso. Como estructuralmente es imposible su consolidación anímica, queda librado al crecimiento de esa ambivalencia infinita que muestra en el juramento del comienzo. Es en busca de esos límites y lineamientos que precisa ávidamente teóricos intelectuales, padres ideológicos, mentores políticos, que le otorguen una forma y un sentido. También precisa hacer crecer sus acólitos internacionales para mitigar la vaguedad profunda, la difusión de identidad que lo acosa. Finalmente, necesita hablar sin parar para no escuchar su vacío. La imposibilidad de jurar es la imposibilidad de coincidir con su propia palabra.

La necesidad de mentores ideológicos que lo legitimasen, lo convertía en un “dominador cautivo”, comprometido con simposios y subvenciones a intelectuales, directores de cine, políticos y periodistas, que servían un menú de espectáculos revolucionarios. La izquierda europea especialmente, pero también la argentina y norteamericana, “adoraban” estos eventos. Ocurría algo similar a las idealizaciones románticas en el siglo XIX, cuando el norte industrializado de Europa tenía sus escenarios de ilusión en el empobrecido sur de Europa. En esa desgracia, que nunca fue romántica para si misma, en los pies descalzos de niños italianos, en mujeres pobres y apasionadas como Carmen, en las ruinas luminosas de Grecia, buscaban Goethe, Merimee o Lord Byron, lo que habían perdido en su casa. También ahora, cuando en América Latina alguien gritaba contra el imperialismo norteamericano, alguien de un café de Paris tenía un orgasmo. Esos “mentores” de los “pueblos”,  también fueron cómplices de la “simpática locura” de Chávez, y de su terrible herencia de hambre y  muerte .

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