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Fernando Yurman

La locura y el poder (Parte I)

Los hechizos delirantes y el contagio colectivo

En un estudio reciente, La locura y el poder,  Vivian Green intenta unir en un mismo desvarío las perturbaciones de Calígula y los tiranos del siglo XX. La inestabilidad psíquica es definida por el autor como una enfermedad general, trastorno maldito adosado a la voluntad de poder. Pese a lo reiterado del anatema, cabe diferenciar matices en esa extraña sociedad  con los dictadores. Muchos de ellos, como Nerón o Heliogábalo, han quedado marcados por los desafueros de la leyenda antigua, otros, como Juan sin Tierra, por imprevistas legislaciones avanzadas, algunos, como Pedro El Grande o Iván el Terrible, por una voluntad inseparable de la organización del estado.  El cruce de acontecimientos mentales e institucionales hace difícil la discriminación de los dos ámbitos: el emperador que unificó China es el mismo que procuraba la inmortalidad, y construyó un imperio subterráneo para ejercerla. Política y delirio suelen tramarse: la muralla y la quema de libros anteriores a la dinastía, realizó la obsesión despótica por el tiempo y el espacio, pero también forjó la centralidad de ese imperio milenario. Quizás el culto a la personalidad cumpla ambas funciones en aquellos estados que precisan figuras imaginarias providenciales. Megalomanías, alucinaciones y extravagancias narcisistas  colorean esas gestas.

Cabe aclarar, en descargo del desvarío del poder, que la vida “normal” de las sociedades no es muy diferente en el uso y abuso social de los trastornos. Usualmente, los buenos policías tienen rasgos paranoicos y los buenos bibliotecarios rasgos obsesivos, y los grandes actores una sensibilidad histérica, y ese “beneficio secundario”  parece inevitable, y muy valorado en sus ámbitos.

Recuerdo un candidato a presidente, talentoso y honrado, cuya virtud lo perjudicó. Era demasiado inteligente y reflexivo, y también en los reportajes pensaba, evaluaba cuidadosamente la respuesta, e incluso se permitía el lujo inteligente de dudar;  extraviado por esos dones fracasó sin atenuantes. También recuerdo otros que ganaron por su natural necedad,  ferviente manía y retorica ligera. La interdependencia entre la inclinación mental y su ambiente sugiere la necesidad de analizar a los políticos con más precisión. En nuestro tiempo, atravesado por el populismo y la polarización, la subjetividad del poder, en consonancia con estos fenómenos, adquiere dimensiones narcisistas y paranoides, que exaltan la personalidad y configuran al otro como enemigo. El trastorno mental y la distorsión ideológica se funden visiblemente.

Según el estudioso del populismo Ernesto Laclau, el líder es un significante clave para esa metáfora sin referente que es “el pueblo”, entidad que se torna sustantiva al invocarse. Pese a la inicial claridad de esta formalización, nosotros preferimos enfatizar los rasgos personales de ese liderazgo, ilustrar ámbitos que promueven ese lugar imaginario, “pueblo”,  y su complementaria polarización en el “antipueblo”. Populismo y polarización se potencian, y están siempre articulados. Pero esos modelos generales se configuran desde acontecimientos particulares, que luego se leen de distintas maneras; los trastornos mentales usualmente se omiten en la interpretación de esos incidentes. Para algunos, como Rosa Luxemburgo, la “ calculada” revolución rusa no era un teorema ideológico, sino un simple golpe de estado, brindado por la audacia ( tendencia psicopática para nosotros) de Trotsky y Lenin. El desquicio clínico mayor de Stalin, pareció a muchos cronistas un efecto  de la muerte ( suicidio o asesinato) de su esposa, y de su derrota en un comicio del Comité Central. En otros casos, el inesperado empoderamiento, una presidencia que no se esperaba ganar, la emergencia ignorada de un oscuro afán vengativo, acelera la confusión anímica previa, rompe las referencias íntimas y se agudizan rasgos querellantes que se leen luego como radicalismo político. El triste ejemplo de Chávez nos parece particularmente ilustrativo de esos extraños destinos de la locura y el poder que parece aumentar globalmente.

El fanatismo es la base del encerramiento ideológico o religioso cuando intenta unificar todas las vivencias, pero también caracteriza el temple psicótico. La exaltación excluyente nutre los afanes utópicos del totalitarismo, y las visiones delirantes de algunas afecciones. Las experiencias populistas suelen  estar muy atravesadas por la polarización y el fanatismo, y no siempre es fácil discernirlas. El anhelo de paternidad, central para el populismo venezolano, expresa disfunciones familiares y hereda la apelación al antiguo linaje de Dios, El Rey, El caudillo. La redención de la patria es así vertebrada en Jesús y el Libertador, que Chávez recibió de una larga historia amasada en leyenda. Ese propósito, político y religioso, sostiene también los grandes mitos maniqueistas. La imperfecta democracia disgrega los mitos, divide institucionalmente la ¨paternidad¨,  y  no convoca  fervores polarizantes, por el contrario, mística y épica suelen caldear las ideologías. Y en ellas se instala ¨el carisma¨,  esa sustancia que une las  carencias simultáneas de los seguidores con las del lìíder, un brillo que oculta el inexorable vacío que los acosa más allá del mito.

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