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esteban ierardo

LA LISTA DE ATWATER  

La muerte estuvo muy ocupada en la Guerra Civil norteamericana (18611865). En las numerosas batallas entre las fuerzas de la Unión y los Confederados, las bajas fueron inmensas (1). La mortandad alcanzó también a los combatientes en los campos de prisioneros confederados. Uno de ellos es especialmente recordado: el infernal Camp Sumter. Y lo que evitó allí que muchos de los muertos fueran definitivamente olvidados fue la lista de Atwater…

Una de las causas fundamentales de la lucha en la Guerra civil era la abolición de la esclavitud reclamada por el industrializado Norte. En   Georgia, en el tramo final de este conflicto, se alzó el campo de prisioneros confederado de Andersonville, también conocido como Camp Sumter. Creado poco después de la batalla de Gettysburg, funcionó entre 1864 y abril de 1865. Su primera anomalía era la superpoblación. Rebasaba hasta cuatro veces su capacidad. No tenía suficiente agua potable. Escaseaba, o faltaba, la comida. No había limpieza.

En su punto extremo, la cárcel rebasó los 45.000 prisioneros de la Unión. De ellos, 13.000 no conocerían nuevas primaveras. Su final prematuro fue por disentería, diarrea, escorbuto. O por hambre. La falta de higiene, de saneamiento y de agua limpia, provocaba disentería, fiebre tifoidea, anquilostomiasis; la inexistencia de alimentos frescos, de frutas y verduras, de vitaminas C, derivaba en escorbuto.

Muchos soldados que llegaban como robustos combatientes, de paso firme y mirada desafiante, a los pocos meses eran una gavilla de huesos ambulantes, de frágil andar, con la piel cubierta de alimañas y suciedad. En el centro del campo reinaba un gran pantano. Servía como fregadero y letrina. Receptáculo al aire libre de los excrementos, con su corriente de fétidos olores. El calor y el frío, alternativamente, aumentaban la desesperación.

Para los prisioneros, el infierno no era un relato de curas. Por el contrario, era la demencial realidad cotidiana de podredumbre, hambre, nuevos enfermos y muertos.

Una empalizada de cinco metros de altura constituía el perímetro del campo. A otros cinco metros de ese muro de madera, se extendía la línea límite (dead line). Quien la atravesaba sabía que su plazo de vida había terminado. Rápido, era abatido por algún balazo.

No existía cambio de ropas. Los uniformes sucios, desgastados, deshilachados, terminaban por ser inútiles. En esos casos, los prisioneros quedaban desnudos total, o parcialmente. Cerca abundaban los árboles de un bosque, pero no había leña para calentarse en el frío de las noches. Tampoco existían utensilios de cocina. Y el único magro alimento recibido era harina defectuosamente molida.

Cada día, a la prisión llegaban un promedio de 400 nuevos infelices. Un grupo de prisioneros eran los Andersonville Raiders. Atacaban a los otros cautivos para robarles dinero, ropa, comida, joyas. Para contenerlos, surgieron los Reguladores, los que organizaban jurados para enjuiciar a los agresores. Se les permitió el poder de imponer penas, como el cepo, bola y cadena, y el “correr el guante”, el pasar entre dos filas que apaleaban al condenado. Y en seis casos, la sentencia consistió en la horca (2).

Algunos prisioneros tenían alguna red de ayuda, mientras que otros estaban condenados a una muerte lenta y solitaria.

En seis meses, la desgracia de todas las enfermedades nacidas en el gran hacinamiento, mató a miles. Se conservan fotos de soldados desnudos y desnutridos al extremo, como las del cabo Calvin Bates, en un hospital tras salir de Andersonville. Oscuro antecedente de los muertos por inanición en los campos de prisioneros de la segunda guerra mundial.

Henry Wirz era el comandante de Camp Sumter. Oficial suizo estadounidense. Sobre el final de conflicto, fue acusado de conspiración y asesinato.

Wirz propuso un intercambio de prisioneros. Pero un inicio de acuerdo se frustró cuando el general Sherman empezó la invasión del sur con la devastadora táctica de la tierra arrasada. Algunos pocos prisioneros lograron escapar. Pero el destino común de los encarcelados fue padecer dentro de un simulacro de sociedad primitiva, indiferente a todos los códigos de caballerosidad en la guerra que aun tenían alguna vigencia en el siglo XIX.

Y uno de los prisioneros de la Union era Atwater…

Dorence Atwater (18451910) era oriundo de Terryville, Connecticut. Muy joven, ingresó al ejército de la Unión, como explorador. En julio de 1863, mientras cabalgaba en un bosque en tareas de reconocimiento, se encontró con los que identificó como otros soldados del Norte. Un engaño: eran confederados vestidos con uniformes yanquis. Tomado por sorpresa, estuvo entre los primeros prisioneros en Andersonville. Llegó enfermo. Lo llevaron a enfermería. Un giro del destino quiso que sus captores descubrieran su excelente caligrafía. Se le ordenó entonces realizar un registro de las defunciones en el campo. Se le encargó realizar dos copias, una para los confederados y otra para enviar al Norte. Rápido, sospechó que esa segunda lista nunca llegaría a su destino. Decidió entonces ocultar celosamente la copia para el gobierno federal. Sabía que si el jefe del campo descubría su infracción lo colgarían. Y como para los otros cautivos, para Atwater, Andersonville era el infierno mismo.

Su lista crecía sin descanso. Cuando al fin terminaron de rugir los rifles y cañones, el campo fue liberado. El joven Atwater se llevó consigo la lista en una bolsa de algodón con ropa sucia. Pocos días después de su regreso a casa, cayó enfermo de difteria, fiebre tifoidea y escorbuto. Por milagro, el enfermo sobrevivió. Débil y deteriorado, marchó igual a Whashington D. C. para llevar su preciada información. En el tren que lo transportaba, se enteró del atentado contra Lincoln. Ni bien llegado, le avisaron de la postración de su padre contagiado por sus enfermedades. Pocos después, volvió a su hogar para participar del funeral de su progenitor.

Y definitivamente en la capital del país todavía desangrado por la guerra, conoció a Clara Burton, la iniciadora de la Cruz Roja en Estados Unidos. La incansable Burton tenía la voluntad y los recursos para tallar los nombres en las tumbas de los prisioneros en Camp Sumter. Pero desconocía sus identidades. La lista de Atwater remedió esa falta.

Así Atwater, Burton, y más de 40 talladores de lápidas viajaron a Andersonville. En el Cementerio de Andersonville, miles de tumbas antes anónimas recuperaron sus nombres; muchas otras, no. La lista de Atwater fue finalmente publicada por The New York Times.

El destino de Atwater fue extraño: un joven a punto de morir por enfermedades en el peor campo de prisioneros de la Guerra Civil, y luego benefactor de la memoria de sus compañeros muertos, y luego cónsul de su país en las islas Seychelles, y después en Tahití. Se casó con una princesa de la isla, y vivió entre el Pacífico y San Francisco. Allí en 1906, ocurrió el devastador terremoto. La lista original que Atwater se empeñó en proteger en Camp Sumter, se perdió allí. Y su labor como cónsul fue tan apreciada en la isla que Gauguin convirtió en pintura, que fue el primer extranjero en recibir funerales de Estado luego de su muerte, en 1910.

Atwater quedó como el “ángel de Andersonville” (4), y Wirz como su demonio. Juzgado al final de la guerra por la desatención humanitaria en el campo de prisioneros, a Wirz se le impuso la horca. Sin embargo, lo ocurrido en Camp Sumter rebasaba en mucho una responsabilidad individual. Wirz fue ahorcado como castigo a una estructura que involucraba a muchos otros responsables, y que estaba condicionada también por las dificultades objetivas para obtener alimentos suficientes y recursos.

Y, ante todo, la lista de Atwater surgió en un campo en el que empezó a construirse la condición de prisionero que, por esta condición, y de hecho, era arrebatado de todos sus derechos.  

Todo aquello le habrá sido quizá difícil sopesar a Atwater en su última época en la paradisiaca isla tropical de la Polinesia francesa. La exuberancia de la vegetación, el resplandor cristalino de las playas, la cordialidad de sus habitantes, la belleza de su esposa princesa, tal vez atenuó el recuerdo de los días infernales en Andersonville. Sin embargo, seguramente, aun entre la cercana brisa del mar, tenía muy presente su lista.

Pero Atwater no podía sospechar que lo vivido en Camp Sumter era el preludio del horror en los campos de prisioneros en la segunda guerra mundial, en América latina, la Unión Soviética, África, Vietnam, Camboya, Guantánamo, Irak. etc… La oscura tendencia del humano a masacrarse y a rechazar la guía de la razón.    


Citas: 

(1) En 2011, el historiador J. David Hacker publicó un estudio que modificó las cifras antes aceptadas de la Guerra Civil norteamericana (A Census-Based Count of the Civil War, publicado en Civil War History). Primero los ex soldados de la Unión. William Fox y Thomas Livermore determinaron una primera cifra en 620.000 muertos, basándose en informes del campo de batalla, y diversas fuentes. David Hacker apeló a métodos demográficos y un software estadístico de datos de censos de 1850 a 1880 antes no contemplados. Su evaluación son 750.000 muertos en la cruenta guerra. En esa gran mortandad mucho tuvo que ver Claude-Etienne Minié, coronel del ejército francés que fue armero jefe de la compañía Remington en Estados Unidos. Inconforme con la poca letalidad de las balas redondas, diseñó un tipo de bala, la “bala Minié”, de cilindro cónica de plomo blando con un núcleo duro y estrías en su exterior. El impacto de estos proyectiles astillaba los huesos, y atravesaba el cuerpo. Ante esto los cirujanos tenían pocas posibilidades de buenas cirugías reconstructivas, por lo que en muchísimos casos amputaban miembros, y, en muchas otras ocasiones, ya nada podían hacer. Antes de la Guerra de Secesión esta bala ya había hecho grandes estragos en la Guerra de Crimea.

(2) La película para televisión Andersonville, de Frank John Heimerzheim, de 1996, recrea la pesadilla de los prisioneros en Camp Sumter, y las acciones judiciales de los Reguladores.  

(3) Ver Debby Burnett Safranski, Angel of Andersonville, Prince of Tahiti. 

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