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De la libertad todos los libros y el viaje

Ayer se celebró el Día del Libro. El homenaje tiene lugar por el fallecimiento de Miguel de Cervantes, William Shakespeare e Inca Garcilaso de la Vega el 23 de abril de 1616, si bien hay controversias en torno del asunto. Para mí es una fecha especial, no solo por lo que ella comporta para un escritor y académico, sino porque tiene una relevancia personal.

Debo remontarme al año 1986. Por entonces, al menos en Venezuela, no se celebraba el Día del Libro. En las emisoras radiales se recordaba la muerte de Cervantes y se leía algún trozo del Quijote, casi siempre el episodio de los molinos de viento. Recuerdo aquel día porque me pasé la madrugada del 23 al 24 leyendo. ¿La causa? En la tarde había rescatado de un bote de basura un libro que más tarde se haría entrañable para mí: Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer.

Cuando alguien me dice que un libro no puede cambiar la vida de nadie lo miro con suspicacia. Y si vale el esfuerzo, le cuento mi historia. Aquella mañana yo marchaba al colegio ojeroso, pero con una decisión tomada: quería ser escritor y quería estudiar Letras. ¡Quería escribir como Bécquer! Lo primero lo conseguí. Lo segundo… no sé si algún día pueda, pues Bécquer es único.

Los libros no solo pueden cambiar la vida de alguien, sino de muchos. Uno no podría creer, por ejemplo, el alud de jóvenes que a finales del siglo XVIII se suicidaron luego de leer Las penas del joven Werther, de Goethe, y que vestían como Werther. Un fenómeno que pasó a recordarse como la Werther-Fieber (la Fiebre Werther). ¿Cuántos se enamoraron recitando la rima LIII de Bécquer, incluso sin estar conscientes del mensaje desolador de la misma? Y más recientemente, ¿quién podría leer El arte de conducir bajo la lluvia, de Garth Stein, y seguir mirando a su perro como antes? Definitivamente los buenos libros nos cambian porque, como decía Emilio Lledó, «somos memoria y lenguaje», y ambos sostienen y dan sentido a nuestra existencia.

¿A cuál trascendencia podría aspirar el hombre de fe si de pronto perdiera el recuerdo de su dios, y ya no tuviese más lenguaje para pensarlo y nombrarlo? ¿Qué es todo el amor que profesamos a alguien sin la memoria y el lenguaje?

Dita Kraus tuvo meridiana conciencia de ello a sus escasos 14 años. En aquel no-lugar que fue Auschwitz, la joven Dita administraba una exigua y clandestina biblioteca de ocho libros. Aquellos raídos textos sostuvieron, literalmente, la vida de Dita. Y fueron un regalo de dignidad donde esta era la primera exiliada. Por cierto que Dita significa en galés regalo costoso.

Recientemente Vargas Llosa dijo en la Feria del Libro de Buenos Aires que «leer nos hace libres, a condición, claro está, de que podamos elegir los libros que queremos leer». No discuto su aseveración, dicha en otro contexto, pero recordando a Dita y sus subrepticios lectores, tengo la certeza de que, al menos leyendo aquellos obligados por escasos libros, eran libres.

Volviendo a mi ejemplar de Rimas y leyendas, debo decir que el libro terminó destripado por el perro de una amiga a quien lo presté. Pocas veces he sentido tanta tristeza por la pérdida de algo material. Sin embargo, la vida me tenía reservada otra sorpresa. En vísperas de un viaje a España, un entrañable amigo me regaló un ejemplar idéntico a aquel otro infortunado, y en su portadilla escribió: «Como recuerdo en su viaje hacia nuevos y amplios horizontes». Su libro es un regalo costoso que guardo con celo en mi biblioteca. Y cada vez que leo su dedicatoria, lo hago en compañía del poema de Emily Dickinson, a cuyo viaje, en realidad, aludía mi amigo:

No hay mejor nave que un libro
para viajar lejos.
Y siempre es la poesía
un corcel ligero.
Los más pobres hacer pueden
esta travesía
sin pagar pontazgo.

¡Qué sencilla es la carreta
que transporta a un alma humana!

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