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Guadalupe Loaeza

La joven Celeste

Cuando tenía 12 años, nada me gustaba más que platicar con la hermana mayor de mi amiga Chiqui. Éramos vecinas, nuestras respectivas casas en Río Nazas estaban a cuadra y media de distancia, de allí que con mucha frecuencia me pasara las tardes en la suya y que su mamá me invitara a cenar una de sus tantas especialidades, como sus deliciosos canelones de espinaca y queso roquefort. Después de patinar por varios ríos de la colonia, Chiqui y yo regresábamos exhaustas a su casa, enseguida, ella se dirigía a hacer su tarea y yo, a conversar con María Celeste, como la llamaba su padre, un hombre muy bien parecido y cuyo acento portugués resultaba sumamente melodioso.

A pesar de que Celeste había salido de Lisboa para venir a México a los tres años, se acordaba de Luisiño, un amiguito con el que solía jugar en un pequeño jardín cerca de donde vivía. Se acordaba de su familia. «Por eso me gusta escuchar los fados de Amália Rodrigues, es que siempre se cantan viendo al mar», me decía con sus enormes ojos sombreados por millones de pestañas. «En las noches, ponte aceite de ricino, verás cómo te crecen», me aconsejaba, en tanto se cepillaba su cabellera cien veces para que siempre estuviera brillante. Ella solita se hacía su manicure y nunca se pintaba las uñas. Se vestía de una manera muy personal, sabía exactamente lo que le quedaba, le gustaba usar blazers azul marino de cuatro botones dorados, faldas rectas, zapatos de tacón bajo. Se veía guapísima, sin exagerar, paraba literalmente el tráfico y tenía muchos admiradores que también vivían en la colonia Cuauhtémoc. Recuerdo uno en especial, al baterista del «Café Barrio Latino», que se encontraba en un local en la parte baja de su edificio. Cada vez que tocaba «Recado», el Bossa Nova de moda en los primeros sesenta, no le quitaba los ojos a Celeste. La miraba con tal insistencia que hasta me ponía nerviosa, pero ella ni cuenta se daba. Era como Remedios la Bella, el personaje de «Cien años de soledad», de García Márquez, cuya belleza, sin percatarse, inspiraba verdaderas pasiones.

No fue entonces extraño que la bella Celeste despertara en el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas una genuina pasión. Recuerdo perfecto cuando venía a visitarla, con flores, chocolates, galletas o pasteles; tímida como era, lo recibía con su uniforme del Motolinia, apenadísima por tantas atenciones, nada menos que del hijo del general Lázaro Cárdenas, el mejor Presidente que había tenido el país y que acogió a su familia. Al cabo de cierto tiempo de pretenderla (duraron tres años de novios), en una de tantas serenatas que le llevó Cuauhtémoc, el trío interpretó una canción de Los Panchos: «Novia mía, novia mía… Cascabel de plata y oro, tienes que ser mi mujer…». Cuando me lo platicó toda emocionada, pensé: «Este arroz ya se coció…». Se lo dije. «Ay, ¿cómo crees?», me respondió, pero con una sonrisa muy pillina. Era obvio que el ingeniero quería llevarla al altar. He de decir que sobre su noviazgo, que intrigaba a tanta gente, Celeste y su familia eran sumamente discretos, no hablaban con nadie acerca del asunto. No obstante, en su casa comencé a sentir algunos cambios, un cierto nerviosismo; su mamá ya no me invitaba a cenar y cuando preguntaba si ese día vendría el «novio», cambiaban el tema de conversación. Por su parte, Celeste se pasaba horas en el teléfono con su amiga Josefina, o bien se encerraba en su recámara y ponía sus discos de los fados. El único que platicaba conmigo, de vez en cuando, era su papá, quien seguido me decía que yo tenía algún parecido con una actriz portuguesa. «¿Cómo le dices eso, Francisco, si la artista de la que hablas no es nada bonita? No le creas…», me advertía doña Severina, muerta de la risa por las ocurrencias de su marido.

Pasaron los meses y finalmente llegó el día tan esperado de la boda de Cuauhtémoc Cárdenas y Celeste Batel. Quiero pensar que fue sumamente discreta. Quiero pensar que fue muy reducida y por último quiero pensar que por eso no me invitaron. Lástima, porque hubiera sido muy feliz de ver a esa pareja de enamorados finalmente unidos por todas las de la ley por casi 60 años.

Para mí, María Celeste siempre será esa adolescente discreta, modesta, tímida y la eterna enamorada de ese muchacho que le llevaba serenatas que cantaban: «Novia mía, novia mía… cascabel de plata y oro, tienes que ser mi mujer…».

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