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La intimidación en el cine actual

Los índices de violencia siguen aumentando en nuestra contemporaneidad, azuzados muchas veces desde el poder por las potencias que respaldan la escalada militarista, fomentan la represión interna y pretenden blindar las fronteras nacionales para evitar la entrada de los “indeseables inmigrantes”. Los discursos supremacistas, nacionalistas, populistas e independentistas acaparan las redes sociales y las páginas de la prensa, manipulando a los ciudadanos y tergiversando la información con noticias falsas o deformadas a fin de llevar adelante sus turbias agendas.

El ciudadano concientizado, sin embargo, se halla en pie de guerra contra los absolutismos y la polarización fomentada por los extremistas, a fin de hacer valer sus derechos y hacer escuchar su voz. Ecuador, Panamá, Bolivia, Chile, Venezuela, Nicaragua, Hong-Kong, Irán, Líbano, Francia, Inglaterra, España son algunos de los países donde las manifestaciones multitudinarias y las protestas cívicas reaccionan contra situaciones para las cuales los más jóvenes tienen tolerancia cero, pese a no haber encontrado todavía el camino más idóneo para combatir el terror, más allá de una rebeldía generacional alusiva a los movimientos contraculturales de los años sesenta, en un espíritu de camaradería igualitaria que hace difícil predecir aún, si se mantendrá en el tiempo superadas las coyunturas del momento.

El cine mundial, como espejo de dicho momento, ha puesto en cartelera una serie de películas donde la intimidación abierta o velada estalla desde la cotidianeidad de personajes, generalmente marginados por el estatus quo pero que se alzan contra los constreñimientos e injusticias de los cuales son víctimas.

Joker de Todd Phillips, Parasite de Bong Joon-ho, Young Ahmed de Luc y Jean-Pierre Dardenne, La hija de un ladrón de Belén Funes y J’accuse de Roman Polanski son algunos de los títulos recientes dables de reflejar estas inquietudes, de la mano de auteurs comprometidos con su tiempo. En tal sentido, el film de Todd Phillips, reinventa al personaje de las tiras cómicas como víctima de la violencia racial y social, en el Nueva York de los setenta, cuando la ciudad estuvo a punto de caer en la bancarrota.

Calles destruidas, reducción drástica de los servicios sociales, metros colapsados, edificios semiderruidos, penuria extrema especialmente para las minorías, constituyen el marco donde Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) malvive trabajando como payaso urbano y es victimizado por propios y extraños. Jóvenes sin futuro, colegas frustrados, individuos racistas y sexistas, una madre manipuladora, figuras públicas corruptas van minando el frágil equilibrio mental del protagonista. Y, cuando la ciudad le niega las medicinas que le mantienen funcional, emerge el lado oscuro del Joker decidido a vengarse de todo y de todos.

El intenso desarrollo actoral de Phoenix, queda cincelado en la mente del espectador mediante un trabajo de cámara donde los encuadres parecieran no poder contener el exceso de energía y sus camaleónicos cambios de humor, permaneciendo indeleblemente impresos en la memoria tiempo después de haberse encendido las luces del teatro.

Muecas, risas, histerismos, divagaciones, arranques de ira, flashes de dolor, ensoñaciones, alteraron el rostro y el cuerpo del personaje, transformándolo en un lienzo en blanco listo para ser intervenido por las reacciones de quien se ubicara del otro lado de la cámara. En sus palabras, los espectadores “debemos proyectar lo que queramos en los caracteres… El artista es la audiencia”.

Ello permitió captar los distintos matices de la actuación y seguir de cerca la progresión hacia la locura de un ser escindido desde la infancia e imposibilitado para interactuar abiertamente con su entorno. De ahí que los encuentros nunca fueran frontales sino de soslayo, como quien mira vitrinas, y desde esa misma manera de desenvolverse quedase negada la posibilidad de dialogar con interlocutor alguno. Huir, aniquilar, agredir, insultar resultaron ser entonces las estrategias por él esgrimidas para reconciliarse consigo mismo y enfrentar un entorno hostil.

Un entorno, contra el cual muchos seguidores de este antihéroe batallan en el mundo real y lo consideran su modelo a seguir, tal como quedó recalcado en la escena final donde grupos de jóvenes, con el rostro transformado en su simulación, sembraron la anarquía y cruzaron los límites de la zona de confort en cuyo interior se habían refugiado los culpables.

De hecho, en las manifestaciones antisistema que se suceden continuamente por distintos puntos del globo, muchos de los participantes han adoptado las señas de identidad del Joker, demostrando así el poder del cine para alterar la conducta privada del espectador e influenciar las acciones de los colectivos. Algo que se vuelve mucho más cercano, especialmente cuando quienes controlan e imponen viven a espaldas de las necesidades de la gran mayoría.

Parasite, Palma de Oro en Cannes y Oscar a la mejor película, se detiene en tales preocupaciones, haciendo uso del humor negro para mostrar abiertamente los fallos del sistema, en un país tan abocado a la ciencia y los avances tecnológicos como Corea del Sur donde, consecuentemente, quienes no entran dentro de estos parámetros se convierten en identidades inexistentes. Este es el caso de la familia Kim, cuyo desclasamiento es agudamente contrastado con los privilegios de la familia Park, de la cual se transforman en elementos parasitarios al ir ocupando todas las posiciones de control casero, hasta trasmutar la dinámica en una relación simbiótica que acabará aniquilándolas a ambas.

Esta operación no es nueva en la filmografía del realizador, quien en películas anteriores como Memories of Murder (2003), The Host (2006) y Snowpiercer (2013), ya había expuesto las contradicciones de la sociedad coreana, y destapado las corrientes subterráneas de odios, envidias y rencillas estallando violentamente para arrasar con todo.

Aquí las directrices de la destrucción vendrán esbozadas por los miembros más jóvenes de ambas familias, en cuya complicidad subyace el vínculo que une por encima de las diferencias de clase. Esto, no obstante, paralelamente a los enfrentamientos dentro del mismo grupo social que llevarán al caos y al terror, dejando poco espacio para la redención de la nueva generación como depositaria del daño colateral infringido por sus mayores.

Una impecable cinematografía y una meticulosa recreación de los lugares cerrados en que se desarrolla la acción, pasando de la claustrofobia en el abarrotado apartamento de los Kim al lujo de espacio en la minimalista mansión de los Park, le permitieron al director diseccionar las diferencias entre los de arriba y los de abajo, literalmente aquí, al ser las zonas ocultas de la gran residencia —sótanos, muebles, garajes— donde tendrá lugar el cúmulo de intrigas puestas a confrontar al espectador con los demonios propios y ajenos.

Una torrencial tormenta que inunda de aguas negras el semisótano donde viven los Kim señala el clímax de la intriga, y alegoriza la fetidez de los mecanismos ensanchadores de la brecha entre pobreza y riqueza en las naciones desarrolladas, contra los cuales luchan quienes permanecen en las calles exigiendo justicia. Algo de lo cual Parasite se nutre para denunciar y castigar, llevada por la fuerza gravitacional del mal y la venganza cayendo sobre quienes existen ajenos al drama cotidiano. “Una plaza de guardia de seguridad atrae a quinientos graduados universitarios”, “la gente que toma el metro tiene un olor especial”, le señala confidencial a su chofer el dueño de la mansión, cómodamente instalado en el asiento trasero de su Mercedes, mientras el afuera se descompone.

La manifestación de tal descomposición a partir del fanatismo religioso como detonante de crecientes ataques terroristas desde los inicios del nuevo milenio, tiene en el film de los hermanos Dardenne (Premio a la mejor dirección en Cannes) un urgente llamado, al mostrar el modo como un niño de 13 años es transformado, por los dictados de un imán, en un yihadistas en potencia. Ahmed (Idir Ben Addi) vive con sus padres en un pueblo belga y asiste a una mezquita donde el imán fomenta el racismo, el sexismo, el antisemitismo y la xenofobia de los jóvenes, manipulando su voluntad para radicalizarlos. Entre todos, Ahmed es el más fiel seguidor de la deformada visión del Corán que se le enseña, obsesionándose con la idea de asesinar a una profesora que aboga por una mirada más abierta e inclusiva del mundo islámico.

El ajustado trabajo de cámara puesto a privilegiar los primeros planos de Ahmed lavándose repetidamente las manos para purificarse, escondiendo en el calcetín un cuchillo con que llevar adelante su macabro plan o transformando un cepillo de dientes en un arma homicida, mantiene la tensión a lo largo del film. Ello lleva al espectador a plantearse los porqués del menoscabo infringido a los más vulnerables, dentro de una sociedad tan desarrollada donde, sin embargo, muchos son los fallos y muchas las deficiencias del sistema por cuyas grietas se pierden quienes no gozan de sus privilegios.

Ya en otras películas suyas como The Promise (1996), Rosetta (1999) y The Kid with a Bike (2011), los realizadores habían centrado la acción en torno a jóvenes victimizados o manipulados por sus mayores; si bien las consecuencias de sus acciones revertían únicamente sobre ellos. Young Ahmed, no obstante, deja abierta la interrogante en cuanto al destino del muchacho, una vez padres, maestros, consejeros e instituciones hayan fracasado en su tarea de integrarlo socialmente, lo cual puede llevarle a destruir insensiblemente a quienes no compartan su visión del mundo.

De hecho, fueron justamente las ofensivas sobre Europa, producto de tal visión, lo que llevó a los cineastas a plantearse hacer esta película. “Después de todos los ataques terroristas que se sucedieron, especialmente en Francia y Bélgica, con todos estos jóvenes yendo a pelear una guerra santa, mi hermano y yo a menudo nos decíamos que tratamos de hacer cine sobre el presente. Deberíamos tratar entonces de enfrentar este presente; el de los niños nacidos en sociedades democráticas que, de cierto momento, son radicalmente transformados por el fanatismo religioso”.

En una esfera más íntima, el mal causado a los jóvenes, muchas veces por quienes más cerca están de ellos, tuvo en La hija de un ladrón un interesante desarrollo, desde la perspectiva de una joven madre sin recursos ni familia, con la excepción de un padre encarcelado, que debe salir adelante sola en ambientes donde la indiferencia hacia lo propio y el temor al otro son la norma.

Como ocurre en el resto de Europa, la dificultad del español medio para aceptar el multiculturalismo proviene de un nacionalismo homogéneo resultante del colonialismo histórico, que percibe desde una posición de poder al colonizado y privilegia un fundamentalismo cultural decidido a preservar un hábitat incontaminado por el otro. No extraña entonces observar, por ejemplo, que el exponencial ascenso de la extrema derecha en la Península se deba en gran parte, al discurso xenófobo y racista de líderes políticos decididos a manipular las conciencias, azuzando odios y dividiendo en lugar de unir; porque el bien común pasa aquí primero por conservar todos los privilegios a los cuales el hombre blanco tiene derecho, por encima de la mujer y de los restantes componentes de la pirámide poblacional. Algo que no es exclusivo de España, pues recorre con sus intolerancias las geografías y se agudiza en los países de la Europa del Este, cuya historia de limpiezas étnicas y masacres de los grupos considerados inferiores es larga y tenebrosa, augurando dicho comportamiento una creciente radicalización del etnocentrismo en el viejo continente los años por venir.

Dentro de este contexto, una madre soltera, trabajando a destajo y sin protección alguna más allá de lo que los servicios sociales puedan ofrecerle, y con un hermano menor viviendo en casas de acogida, enfrenta enormes obstáculos y debe depender de la amabilidad de los extraños a fin de no sucumbir del todo.

En esta ópera prima, la directora logra tejer una red de causalidades mediante la cual Sara (Greta Fernández, Premio a la mejor actriz en San Sebastián) apuntalará una vida con sus seres queridos, más allá de las precariedades provenientes de su situación. Ello quedó inscrito en el film mediante una cinematografía que privilegió los espacios cerrados de las habitaciones, la fábrica y el restaurante donde la joven vive o labora, moviéndose ágil y rápida de un lugar a otro a fin de poder cumplir con los múltiples retos del día a día. Encuadres muy precisos y una cámara siguiendo estrechamente sus más mínimos movimientos, a la manera de la que favorece también Young Ahmed, crearon un fuerte vínculo de solidaridad entre Sara y la audiencia, logrando transmitir toda la carga simbólica del ser una mujer joven con obligaciones múltiples y sin oportunidades para alcanzar una vida mejor.

Cuando el progenitor —sensiblemente interpretado por Eduard Fernández, el propio padre de la actriz— sale de la cárcel y, tras diversos desencuentros, aflora en un enfrentamiento la violencia y frustración contenida de ambos, disipándose seguidamente para que los tres puedan iniciar una nueva vida, el film recalca la importancia de los apoyos provenientes de la gente misma, más allá de las instituciones. Según la realizadora: “quería hacer una película sobre la solidaridad que se ha establecido entre la gente. Donde la política no ha llegado, han conseguido llegar los ciudadanos. Cuando el Estado no es capaz de ayudarte, ahí está tu vecina, por ejemplo. Yo quería explicar todo eso, porque en el fondo, tiene un componente político y moral”.

Dicho componente conformó el nudo argumental de J’accuse, Premio del Gran Jurado en Cannes, sobre el affaire Dreyfus; donde emergió el antisemitismo francés y la corrupción de su clase política y militar durante la Tercera República, a través del juicio por traición a Alfred Dreyfus, un capitán judío del ejército acusado, injustamente, de vender secretos de Estado al Imperio Alemán por superiores intolerantes.

La meticulosa reconstrucción de la época y los sucesos históricos por parte del director, articuló una potente elegía a la justicia que reverbera en la sociedad francesa, encendida y en beligerancia constante contra la pérdida de un bienestar obtenido gracias a la lucha de muchos. Algo que la película de Polanski trae a colación en el modo como el teniente coronel Georges Picquart (Jean Dujardin), pese a no simpatizar con el pueblo judío, antepone el deber y lleva el caso hasta sus últimas consecuencias, sufriendo cárcel, desprestigio y amenazas de muerte. Tal violencia de la población, no solo contra los involucrados en el affaire, sino contra la comunidad hebrea en general, predijo los horrores del hitlerismo y destapó la xenofobia y el racismo latentes, que en la actualidad experimentan también los inmigrantes llegados de las antiguas colonias y de otras partes del mundo buscando una mejor vida.

El título, proveniente de la carta dirigida al presidente de Francia, que el prestigioso escritor Émile Zola publicó en la prensa, apoyando a Dreyfus y a Picquart y acusando a las autoridades envueltas en el erróneo juicio, guió el desarrollo de la diégesis, imprimiéndole a esta producción un sello singular. Esto, dada la polémica en torno al cineasta mismo, con respecto a las acusaciones en su contra por tener relaciones sexuales con menores de edad, creando un paralelismo entre ambas figuras. Protestas en Cannes y en la entrega de los premios César franceses donde triunfó este año, negativas de los distribuidores norteamericanos para que se proyecte en las pantallas estadounidenses, y voces de censura al director, espejean la crispación y el deseo de justicia de los ciudadanos. Una realidad de la cual el cine sigue haciéndose eco, a través de estas y otras películas de la cinematografía mundial contemporánea.

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