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Jeronimo Alayon

La infinitud de lo minúsculo

¿Cuánta atención prestamos a la pequeñez? La pregunta es muy impertinente cuando la hacemos en el contexto de nuestro actual mundo de héroes, épicas y grandezas preñadas de más grandeza. Admiramos los 828 m de altura del Burj Khalifa en Dubái como el rascacielos más alto del mundo, pero ¿no olvidamos, acaso, que esa gloriosa mole estructural es la suma de incontables pequeñeces? Sin cada uno de sus anónimos ladrillos, vigas y elementos —algunos tan pequeños como un perno o una tuerca—, esa magnificencia sería imposible. La grandeza tiene el alma de la pequeñez, solo si sabemos mirar la infinitud de lo minúsculo.

Siempre he sentido fascinación por lo diminuto: la mota de polvo suspendida en el haz de luz que habla de sutiles corrientes de aire, el insignificante poro en el ladrillo que es un imponente discurso de la nada, la gota de rocío que, escurriendo del ápice de la hoja, me dice que la gravedad hace que todo tenga vocación de caída y resurrección. Y están las otras pequeñeces… El mendigo de la esquina que nadie mira, pero todos esquivan. La amiga que llora una soledad que todos, invidentes, contemplan. Los miles de llantos amordazados con que se riega la prosperidad de nuestras modernas sociedades… Están esas pequeñeces…

Yo siempre miro en la dirección equivocada, me parece, porque busco otra grandeza, una que me habla desde los minúsculos prodigios. Si vemos con suma atención a nuestro entorno, notaremos que todo lo ínfimo tiene su eco de grandeza. Cuando miro la concha del caracol, reconozco en ella la galaxia de Andrómeda, toda, y Saturno se me revela increíblemente palpitante en la pelota que cae al estanque. 

Pero quizá nada sea más conmovedor para mí que haber descubierto que ese minúsculo prodigio que es el amor pueda parecerse a Lactómeda, esa futura fusión entre la Vía Láctea y Andrómeda. Esta crecerá al acercarse a la Vía Láctea y se pondrá perpendicular a ella para cortejarla. Entonces ambas comenzarán a brillar cada vez más por virtud del aumento de su masa estelar, con lo cual terminarán por alejarse, solo temporalmente, pues la fuerza gravitatoria las acercará de manera inexorable y definitiva hasta que ambas se fundan en una explosión masiva de nuevas estrellas.

Cuando tomamos el segmento principal de All Star, de Smash Mouth, y rebajamos su velocidad a 1/1024 (esto es, a 0,097 % de su velocidad original), volveremos a escuchar el mismo segmento. ¿Sorprendente? La eternidad y lo infinito están esparcidos a nuestro alrededor como migajas de luz que nos llevan de regreso a casa, un hogar innumerable. Vivimos en un universo fractal, así que cada minúsculo detalle es un presentimiento de la eternidad y de la infinitud.

Cuando aprendemos a mirar la prodigiosa pequeñez, descubrimos cómo vivir también de otra manera incluso más trascendente, pues cada ínfimo detalle es un pasadizo a lo eterno. Si el artista tiene esta mirada, su creación estética necesariamente tendrá otra dimensión. ¡Claro! Hay que entrenar una aptitud especial para apreciar lo pequeño. Yo, por ejemplo, con frecuencia busco quedarme a solas con la naturaleza. ¿Y por qué la naturaleza? Porque es la mejor biblioteca de prodigios que conozco.

Una vez a solas con ella, cierro los ojos y escucho. No oigo. Escucho. Empiezo a separar, uno a uno, cada sonido. Me concentro en sus matices: volumen, duración, ritmo, altura. Incluso, me concentro en familias de sonidos. En mi caso, por ejemplo, que tengo hiperacusia, puedo discriminar de ocho a diez cantos de grillos, pero cualquiera podría identificar cuatro a seis. Separar bien uno de otro es importante para afinar la escucha del detalle. Y ahora viene lo mejor. Empezar a ensamblarlos como un director de orquesta, y ¡voilà!: empieza a sonar una melodía. Si oímos con atención, el universo es una melodía eterna.

Igual pasa con el resto de los sentidos. Es toda una destreza desarrollarlos. Poder discriminar las variedades de tonos en el atardecer descubriendo la armonía cromática con que se dibuja esa pintura, tarde a tarde, siempre renovada y siempre reveladora. O poder sentir las distintas texturas y temperaturas de las cortezas de los árboles, los contrastes de aromas y sabores. Todo, absolutamente todo, es susceptible de ser separado en minúsculas infinitudes que luego se ensamblen en otras mayores, y así sucesivamente y por siempre… ¿Qué somos sino pequeña infinitud pensante ante tanto portento minúsculo? La maravilla de ser el prodigio que tiene conciencia de los otros prodigios del universo. Pero me temo que apenas hacemos un uso tímido de esa capacidad…

En el interior de cada uno de nosotros reposa una eternidad que llamamos alma. Eso si admitimos nuestra trascendencia. Todo el misterio del mundo se alinea con esa eternidad interior porque es allí donde podemos hospedarlo. Por eso es importante saber qué clase de huéspedes vamos albergando en dicha eternidad, puesto que de lo que allí haya veremos el reflejo en el mundo. Solo quien ha hospedado en su misterio interior la belleza podrá reconocer su reflejo en el mundo. Cuando ambas armonías, la del mundo y la interna, resuenen, la belleza del mundo se nos revelará, como decía María Zambrano, en el claro del bosque, esto es, en un momento de lucidez. Pero ha de estar primero en nosotros.

Yo, lo he dicho antes, he elegido vivir en la perplejidad de las cosas pequeñas, en la diminuta eternidad que desde lo ínfimo me llama. Allí asisto permanentemente a un espectáculo que jamás ni la gloria ni la riqueza ni la fama podrán ofrecerme: un presentimiento certero de eternidad, una certeza de que la luz más alta es la belleza absoluta y de que me llama. 

¿Por qué habría de llamarme a mí, especialmente a mí, por un nombre único en todo el arco vital de la humanidad? Porque llama a cada uno así. Solo que hay que escuchar su voz, casi tan inaudible como el chasquido de un copo de nieve al caer, clamando por ti y por mí en un nosotros, puesto que, si bien la belleza nunca nos aborda en manada y nunca sobreviene de dos modos idénticos, propugnando así la más profunda individuación, solo es posible revelar el arte en un acto de comunión, en la consumación del nosotros.

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