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La humanidad inadvertida

El charco medía unos dos metros de ancho y unos diez de largo. Ni hablar de la nieve ¿o era lluvia? Y una fuerza en el viento que parecía querer acabar con todo, en cada esquina ocurría el fin del mundo y quedaban los cadáveres regados de paraguas por docenas, estrellados contra los muros, desechadas también todas las preocupaciones que no tuvieran que ver con llegar seca y a salvo a destino. Nada quedaba en pie, en medio de aquel clima completamente anormal, tan anormal que ni los nacidos en estas durezas nórdicas podían hacerse los acostumbrados y hablar de alguna otra cosa que no fuera lo atmosférico. Pero así y todo, tuve que salir a la calle como si yo no hubiera nacido en Venezuela, entrenada en la costumbre de evitar las salidas a la menor llovizna. Enfrentada a aquel peor de los vientos endemoniados, se me antojó asumir que era divertido, de tan exótico que me resultaba el reto de tratar de domar aquella bestia y llegar a donde iba. El viento me empujaba en dirección trasversal a mi destino, olvídate del sombrero para la lluvia, y el paraguas ya no había manera de voltearlo al derecho, pero logré avanzar varias cuadras, y al llegar a la avenida, me lancé a ciegas apenas detecté la luz blanca del caminante del semáforo. Porque cuando la lluvia es con viento, no dudas en la avenida. En las avenidas es que la naturaleza arrecia y no perdona. Aquello de verdad era una fuerza del más allá, sin nada que pareciera poder detenerla más acá. Una vez que alcancé la esquina, logré cruzar la avenida usando el paraguas de escudo, sin ver lo que tenía delante. Al llegar a la acera me encontré con el charco de este cuento: un charco que ocupaba la mitad de la pista de bicicletas y me impedía acceder a la acera, porque lo de los dos metros de ancho y unos diez de largo no es literatura, es literal. De manera que me quedé parada, más aun, paralizada, sin saber qué hacer en medio de la avenida. De pronto, como salido de la nada, así como todo lo que se atisba en medio de una tormenta, sentí a mi derecha, un hombre grande que saltó el charco de una zancada y quedó del otro lado, montado en la acera. Apenas a salvo de los carros, que ya empezaban a avanzar por la avenida, él se volteó y me dijo: “want a hand?” Fue como escuchar una musiquita azul celeste y tibia. De su mano segura alcancé la acera. El paraíso puede quedar al otro lado del charco en una tarde de tormenta. Y la humanidad está regada por el mundo, sin que hayan podido acabar con ella ni las peores tormentas, ni los prejuicios, ni el comercio, ni los gobiernos o las modas, ni internet… así como sobrevive la poesía… porque es humana.

Y así, fue que escogieron a los miembros de la compañía de danza juvenil de Paul Taylor. Se trataba de un espectáculo que la compañía ofrece a los vecinos de su sede de ensayos en el Lower East Side, -ejemplo que debiera seguir su vecino, el Abrons Art Center, por cierto, y de alguna forma justificar así los dineros públicos que reciben-. El grupo de adolescentes seleccionadas para pertenecer a la compañía juvenil, bailaron tres extractos coreográficos esa tarde. Y fue una experiencia inédita: nunca en mi vida había visto una compañía de danza tan dispar, formada por muchachas de todos los tamaños, peso, razas y culturas… bailando juntas, conjugándose en una coreografía. Aquello era simplemente fascinante. Nunca había tenido la oportunidad de ver una bailarina 38 D, y metro y medio de estatura, haciendo unos fouetté en tournant; aquellos giros de infarto, al lado de otra bailarina de proporciones enormes, de por lo menos 1,90 de estatura, que movía sus brazos morenos como un cisne a punto de levantar vuelo, mientras su compañera rubia desplazaba sus 140 libras con una gracilidad peso pluma inolvidable, el regocijo de su cuerpo funcionando articulado y gozoso. Una bailarina asiática las acompañaba ocupando igual importancia a pesar de sus proporciones diminutas, llenaba el espacio con contundente delicadeza, ampliada y extendida, mientras la latina de curvas generosas, no dejó de sonreír en toda la hora de espectáculo, sonara Corelli o The Miller Sisters, con una felicidad tan contagiosa que llenó la sala de sol. No logré poner mi atención en las bailarinas más esbeltas y sin busto, que con previsible ligereza cubrían las expectativas como corresponde al standard de las bailarinas que hemos visto siempre, fascinada como estaba ante toda la verdad de la carne de las otras bailarinas. La cantidad de ilusión de esas niñas, apostada en cada gesto, en cada esfuerzo, repetido mil veces, ahora sudado frente al público, aquellos cuerpos de verdad verdad, de cualquiera y de todos, de la calle y el supermercado, ejerciéndose plenos ejecutando el arte de la danza, me hicieron llorar. Toda una celebración de la milagrosa maravilla infinita que es el ser humano. Y de ahí me fue fácil pensar, y me perdonan lo pro-yanqui-, que esto sucede de una manera muy particular, en este país, en esta ciudad de Nueva York, para ser más precisos, justamente porque está hecha de diversidad, tolerancia, libertad y respeto, donde los distintos encuentran lugar y derechos. Es cuestión de vivir en la tranquilidad sin miedo al otro, lo que te permite el… “want a hand?”. Cuando la gente es libre de vivir a su aire, sin la envidia que acallaría el “que bonitos tus lentes”, que sucede a cada rato y sin aviso entre desconocidos en la calle, florece la generosidad del dialogo espontáneo, el piropo alegre, la efímera complicidad gratuita del “disculpa, ¿dónde te compraste esa cartera?”, entre mujeres desconocidas que antes que competir, se dan el permiso a gustarse. Es una felicidad sentir todas esas cosas a pesar de Trump. Es una liberación sentirlas, a pesar del odio al tío Sam que tan bien aprendí en mis mocedades universitarias y que de alguna manera quedó tatuado en algún lugar de mi libre pensamiento, comprometiéndolo calladamente. Como suele pasar con muchas de esas nociones y militancias adquiridas en la temprana adultez, que siempre dejan huella y que, en no pocos casos, condenan a algunos a la perseverancia en el equívoco ciego. En todo caso, los países no los hacen los gobiernos ni que sean tiránicos, imperialistas, o brutalmente represivos. Los países los hace su gente, con sus maneras. Y aunque sé que no estoy descubriendo el agua tibia y a pesar de que todo el mundo le rinde sus respetos a Levi Strauss, no terminamos de entenderlo. Somos dueños de nuestros destinos, y humanos por encima de todo.

Y sin tener que llegar a recurrir a tales profundidades discursivas, podemos sostener esta idea, esta sensación de no estar solos, de pertenecer a un algo conocido y bueno, a partir de la humanidad cotidiana que nos sucede al lado y a cada rato, aunque cada vez menos, tengamos nuestra humanidad invertida en reconocerla.

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